Diagrama de la batalla. Fuente: Mozaiz web |
Difícilmente
se hubiera podido encontrar un lugar mejor para la defensa que las Termópilas.
En la estrecha franja entre las montañas de la Focidia y el estrecho de Eubea,
el exiguo camino terrestre tenía, en su punto más reducido, el ancho justo para
que pasara un único carro. En una antigua guerra entre los focenses y los
tesalios, los primeros habían cerrado el paso con un muro y una puerta
fortificada, no lejos de un manantial de aguas termales. De ahí el nombre del
paso: las Puertas Calientes.
Cuando
llegaron, Leónidas ordenó reparar el muro. Distribuyeron el espacio y los
turnos para proteger la fortificación. Cuando los persas llegaron, era el turno
de los espartanos de aguardar fuera. Aquí se produjo una de las escenas más
míticas.
Pero
el paso tenía una debilidad. Había un camino que rodeaba las Termópilas por las
montañas, y daba acceso al otro extremo del paso. Fueron los propios focenses
los que avisaron a los generales griegos. Pero Leónidas los tranquilizó, y tomó
una sabia decisión: reservar sus mil hoplitas de la Focidia para proteger ese
paso. Era su propio territorio.
Se
dijo que los persas establecieron su enorme campamento alejados del paso,
dispuestos a descansar unos días, y enviaron entonces exploradores al paso. Uno
de estos vio a los espartanos haciendo ejercicios, peinando sus cabellos, y, en
resumen, aguardando despreocupadamente la lucha. Imagino que verían al
explorador a caballo, lo comentarían entre chanzas, y lo ignorarían bastante.
El jinete regresó entonces y contó ante Jerjes y su consejo lo que había visto.
Hubo un rey vilipendiado en Esparta. Se llamó Demarato, de la casa de los Europóntidas. Sus disputas con el otro rey, Cleómenes, incitaron a este a urdir una trama de desprestigio que desembocó en una reclamación sobre su verdadero padre (que no tuvo hijos en sus dos primeros matrimonios, pero que se casó con la esposa de otro espartano y de la que se dijo que se casó ya embarazada de aquel). Las mentiras o las verdades de Cleómenes fueron oídas, Demarato fue desposeído del trono y maltratado por los partidarios de Cleómenes. Así, furioso, despechado, abandonó el Peloponeso con la firme intención de hacerles pagar por todo ello. De esta manera llegó a la corte de Jerjes, y se convirtió en un leal asesor.
El explorador, por Steve Noon. |
Demarato
estaba en este consejo, y cuando Jerjes le consultó qué significaba aquella
actitud, Demarato le explicó que los espartanos se disponían a luchar. Que tal
era su costumbre, aguardar con relajo la batalla, ya que en su vida diaria el
entrenamiento era continuo y que en campaña se veían liberados de tal carga, y
decorar sus cabellos, pues por encima de todo, los espartanos no querían
entregarse a la muerte sin el aspecto adecuado.
Jerjes y sus
nobles persas no lo creyeron. Resistir al mayor ejército del mundo… Cuatro días
más descansaron, mientras llegaban todos sus efectivos, y todos los días
observaban a los griegos, que se turnaban para guardar el paso. Al final, se
decidió a atacarlos, seleccionando para ello a los pueblos en los que más
confiaba: los medos y los sacas.
Así se
comenzaron al fin los enfrentamientos.
PRIMER DÍA
No cuenta Herodoto, pero sí Plutarco, que antes de combatir, los persas fueron a negociar con los espartanos, a proponerles que se rindieran y les entregaron las armas. La respuesta de Leónidas pasó a la posteridad: “¡Venid a cogerlas!”. Porque si estás con trescientos compañeros frente a un ejército de decenas de miles de hombres, y a una oferta de paz, respondes eso, entonces entras en la leyenda.
Monumento a Leónidas y sus 300. Fuente: Grecotour |
Mucho
tuvo que preocuparse Jerjes con lo que le dijeron sus generales. Tanto, que por
la tarde decidió enviar los mejores guerreros que tenía, sus Inmortales. Un
batallón de élite. 10.000 guerreros con el mejor equipo disponible. Dichos
batallones corrieron al paso, dispuestos a acabar de un golpe con los griegos,
más la historia de lo que pasó por la mañana volvió a repetirse. En el paso
estrecho, tenían desventaja frente al equipo griego, y no podían usar sus arcos
ni sus formaciones complejas. Simplemente podían atacar a los espartanos, que
en tales condiciones, y tras una vida entera dedicado al oficio de las armas,
tuvieron el combate que necesitaban. Si hubo una diferencia, fue la tenacidad
de los persas. Su resistencia a reconocer la derrota. Los Inmortales aguantaron
mucho más que los demás sin retirarse, y así, cuando lo hicieron, sus bajas
alcanzaron un número terrorífico.
Así
acabó el primer día, y los griegos se retiraron a descansar, confiados en que
sus planes iban bien. Que podían ganar.
SEGUNDO DÍA
Sin mejores ideas ni
posibilidades, los persas enviaron de nuevo diversos contingentes de muchas
naciones. Aquel día no lucharon los espartanos, sino el contingente al que le
llegó el turno. Pero, avisados por Leónidas, y ya precavidos, la dramática
escena se repitió. Cuenta Herodoto que los oficiales persas quedaron atrás,
fustigando a sus tropas para que avanzaran y avanzaran sin detenerse, su única
posibilidad. Pero con los muertos, el paso se taponaba, y las lanzas
masacraban. Muchos cayeron al mar por el borde del camino. Muchos otros se
arrastraban cuando fueron pisoteados por el resto de sus compañeros. Pero los
griegos no cedían. La falange funcionó perfectamente, y en los leves descansos,
se alternaban para reposar y recuperar fuerzas. A la caída de la tarde, sin
ningún avance, Jerjes está desesperado.
Pero
he aquí que el destino jugó a su favor. Había un hombre, un focense, se dijo,
llamado Epialtes. Deseoso de conseguir una mejor vida, y sabedor de que Jerjes
era generoso con quien le ayudaba, reveló el secreto del camino que rodeaba las
Termópilas. Era poco más que un camino de cabras, pero el Rey y sus generales
no tardaron en darse cuenta de que era su única posibilidad. De modo que
reunieron a los Inmortales que quedaban, y los mandaron aquella misma noche,
guiados por Epialtes a cruzar el camino y rodear a los griegos.
De esta manera
pasaría a la historia el infame Epialtes. Su nombre perduró, como el reverso de
la gran gesta que estaba a punto de suceder. Pero los helenos no lo recordarían
con orgullo, sino que lo maldecirían y escupirían al oír su nombre. Hubo
recompensas, tras la guerra, por la cabeza de Epialtes. Pero eso no había
ocurrido todavía, mientras, a oscuras, la tragedia se cernía sobre los
defensores del paso.
Mientras, en
el campamento de Leónidas, el adivino de la expedición, Megistias de Acarnania,
estudió las entrañas de su última víctima, y a pesar del optimismo de los
griegos, que desconocían que su sentencia estaba siendo firmada, habló
circunspecto a Leónidas: “Mañana a la hora de la cena estaremos todos muertos”.
Mucha y pesada
fue la carga que Leónidas llevaría en sus hombros. Se acostó, pero apenas
durmió, mientras las palabras de una antigua profecía. Herodoto nos la
transmitió:
Mirad, habitantes de la extensa Esparta,
o bien vuestra poderosa y eximia ciudad es arrasada por los descendientes
de Perseo, o no lo es;
pero, en ese caso, la tierra de Lacedemón llorará la muerte de un rey de
la estirpe de Heracles.
Pues al invasor no lo detendrá la fuerza de los toros o de los leones, ya
que posee la fuerza de Zeus.
Proclamo, en fin, que no se detendrá hasta haber devorado a una u otro
hasta los huesos
El ataque a la posición focense. Por Steve Noon. |
Cuenta también Herodoto que los Inmortales y focenses se encontraron en el camino que rodeaba, casi por sorpresa, apenas la luz comenzaba a despuntar, antes de la salida del sol, pues ningún bando esperaba encontrarse con el otro. Sin embargo, los persas eran soldados profesionales. Fueron los primeros en responder, y organizaron un primer asalto. Los focenses entraron en pánico y se retiraron ante el empuje de sus enemigos. Entonces, los persas vieron su oportunidad: mientras un destacamento mantenía aislados a los defensores, el resto pasó por el camino a toda prisa, comenzando así el descenso hacia el otro lado del monte y la retaguardia de Leónidas. Impotentes, los helenos no pudieron hacer nada, salvo enviar un valiente mensajero que con el riesgo de despeñarse en la oscuridad del nuboso amanecer, tuvo que descender por la cara menos accesible hasta el campamento de Leónidas.
Apenas había
salido el sol, y los hombres ya preparaban los fuegos para el desayuno, cuando
el mensajero llegó con la terrible noticia. Entonces se reunieron todos los
estrategos, que insistieron en que debían abandonar la posición.
Había una ley en Esparta que impedía a los hombres retirarse del combate. Al menos, la encontramos mencionada en Herodoto, pero no en Tucídides ni Jenofonte. Mas, aunque sí fuera, no se estableció tal ley pensando en un enfrentamiento tan desigual, y posiblemente no pesara tanto en las decisiones de Leónidas. Pero, imaginemos al rey. El más respetado de los presentes, sabía que si huían a toda prisa, la caballería persa cruzaría el paso y les daría alcance antes de que cayera el sol, y todo el ejército se perdería. Sumad a eso el peso de aquella extraña profecía de Delfos. Cómo de repente, todo cobró sentido en su mente. Así que levantó la mano, pidiendo silencio a todos, y manifestó la decisión que había tomado para sí y para sus hombres: quedarse a proteger el paso y así dar tiempo a los demás para retirarse con seguridad. Entonces, en el consejo, se hizo el silencio.
Las órdenes,
por lo tanto, para los aliados peloponesios de los espartanos, eran regresar y
plantear una última defensa en el istmo de Corinto. Sin embargo, Leónidas no
había terminado. Se volvió a los tebanos, los señaló con el dedo, y les ordenó
quedarse con él y compartir su destino.
El destino de
los que se quedaban estaba sellado. Pero aun así, el general de los tespieos
habló con el rey espartano, y le dijo que no pensaban abandonarlo. Y Leónidas,
que no tenía más poder sobre ellos que el de su prestigio, les dio las gracias.
Y uno más se quedó: Megistias, el adivino. A pesar de que Leónidas lo liberó de
su servicio, pues de nada le servía un adivino cuando su muerte era segura, el
bravo Megistias decidió quedarse y compartir destino con Leónidas. Así comenzó
el tercer día.
TERCER DÍA
Jerjes había calculado cuánto
tardarían sus tropas en rodear a Leónidas, pero no contaba, claro, con el
retraso provocado por el combate en el camino contra la guarnición focense, de
manera que cuando preparó sus tropas y las dirigió a la entrada de las
Termópilas, los griegos todavía no estaban rodeados.
Leónidas ordena retirarse a las tropas. por H.M. Herget. |
Además, Leónidas le tenía preparada otra sorpresa. Consciente de la inutilidad de permanecer en el paso, decidió ofrecer, al menos un gran espectáculo. Como si hubiera dicho a los que se quedaron con él: “Vamos a morir, pero lo haremos a lo grande”. De manera que cuando las líneas persas se acercaban al paso, les llegó el canto al Einalio, el terrible peán de los dorios, y, de repente, vieron como por la entrada del paso salían los griegos, formaban, y cargaban contra ellos antes de saber qué les estaba pasando.
Aquella última carga los pilló por sorpresa. Como un muro de bronce y acero, los griegos cayeron sobre ellos y atravesaron sus filas. Poco más de mil hombres contra decenas de miles, que no obstante tampoco podían ayudar a sus compañeros. Los primeros en recibir la carga cedieron y huyeron, y los griegos los persiguieron, según nos cuenta Herodoto, hasta las proximidades del campamento persa.
Aspecto actual del paso. |
Entonces,
los vigías dieron la señal de que los Inmortales ya estaban al otro lado del
paso, y los griegos decidieron entonces retirarse al interior, perseguidos por
sus enemigos. Los que consiguieron llegar, se agruparon en una pequeña colina
que había en un punto ancho del paso. Pero no todos cabían. Los tebanos
quedaron junto a la pequeña elevación. Entonces, se presentaron los enemigos
por ambos lados, y en la carga final, los tebanos arrojaron las armas y
tendieron los brazos, rindiéndose a los persas entre gritos y maldiciones de
sus compañeros. Y los persas tampoco reaccionaron bien, que llegaron a matar a
algunos, y a aherrojar a los otros. De modo que sólo quedaron los defensores
del montículo, quienes fueron cargados y masacrados por las flechas persas. Un
exterminio, en el que ya no se pidió cuartel ni se ofreció, pues hasta al punto
había llegado la ira de los persas, que, en contra de sus costumbres, como dice
el propio padre de la Historia, no respetaron ni a los que habían luchado
mejor. Los Trescientos, y los tespieos cayeron en aquella colina, y así terminó
por fin la batalla. Herodoto rescató los nombres de muchos de ellos, tanto espartanos como de los tespieos, que lucharon hasta el final. Y es justo que se les mencione, pues hasta el siglo XX, los soldados de Tespias nunca tuvieron ningún monumento que recordara que los Trescientos no cayeron solos.
Resistencia final. Fuente:Web de la Cultura |
Sin embargo, es poco conocido el hecho de que, de los espartanos, no formaron los Trescientos. Faltaron tres. El primero de ellos se llamaba Pántitas. Leónidas lo había enviado de mensajero a Tesalia, y regresó al día siguiente de la batalla, para encontrar a todos sus compañeros muertos. No pudo soportar la vergüenza y el dolor, y se ahorcó.
Otros dos hombres se quedaron en el campamento y no formaron aquella última vez con Leónidas. Ambos por el mismo motivo: una grave oftalmía (conjuntivitis) que no les permitía ver. Sin embargo, uno de ellos, Eúrito, no bien Leónidas entró en combate, pidió a su esclavo que lo llevara de la mano hasta los combates, lo orientara correctamente y le indicara cuándo podía correr para cargar con el enemigo. Así lo hizo, y tanto su hilota como él murieron en la batalla.
Sólo
quedó uno: Aristodemo. De él dice Herodoto que le faltó el valor, y que en
lugar de buscar la muerte, se retiró y llegó a Esparta. Mas la vergüenza
acompañó el resto de sus días. Viviría despojado de sus derechos, como un
mendigo, hasta que el destino lo pondría en otro punto de esta historia. Un
momento crítico. Pero eso lo contaremos
más adelante.
En
cuanto a Jerjes, se dijo que buscó el cuerpo de Leónidas y cortó su cabeza,
algo que era contrario a las costumbres persas, y que con ello ofendió a su
dios. Pero por fin pudieron entrar en Grecia, atravesar Beocia, entrar en el
Ática y asaltar Atenas y su acrópolis.
Pero esa historia ha de ser contada otro día.