Saludos. Imaginad la siguiente escena: el joven emperador Carlos despacha con sus secretarios los asuntos de las tierras que ahora gobierna. Enérgico, astuto, deja poco a la improvisación y estudia con cuidado los asuntos. Como soberano más poderoso de Europa, se muestra serio y grave, como si
intentara compensar su juventud con un aire de madurez impostada. Entonces, el secretario informa del siguiente asunto: una nueva carta de un tal Capitán Hernán Cortés. Se la entregan, ya abierta. Tal vez se quejen de las excesivas libertades que se está tomando el auto proclamado Capitán de la Nueva España al haber fundado la Villa Rica de la Vera Cruz, y le recomienden denegar todas sus peticiones. Carlos hace un esfuerzo por no mostrar ninguna emoción, pero da una orden silenciosa para que lo dejen solo. Ya es suficiente por hoy. Y entonces, tras asegurarse que nadie puede verle, agarra la misiva, toma una copa de vino y algunas frutas, y se dispone a leer el increíble relato de aquel extraño hombre. Y tras sumergirse en aquellas líneas, el joven emperador sonríe como un niño, apura su copa, mira por la ventana, hacia el oeste. Y tal vez piense en aquellos escasos momentos que tiene de libertad, que se cambiaría gustoso por él.
"Una nueva carta de un tal Hernán Cortés..." |
Cortés salió de Cempoal tras dar al través con sus naves. Sus nuevos aliados le dieron ochocientos guerreros para que le asistieran. Y antes de salir, mientras hacía los preparativos, llegaron también emisarios de Moctezuma. Habían encontrado estos a los cempoaleses ya aliados de Cortés, y por lo tanto, desertores de los aztecas, y sin duda debieron vivir momentos de tensión a espaldas del recién llegados. Hicieron detallados dibujos de los hombres y caballos, armas y armaduras, y lo mandaron a su emperador. Y se ofrecieron como guías, pues el Huey Tlatoani lo invitó a verle. De aquellos emisarios, Cortés oyó por primera vez el nombre que les habían dados: "teutl". Dioses. Por algún motivo, aquellos hombres pensaban que los españoles eran dioses.
Y los guiaron, en efecto, pero no por el camino más fácil, sino por donde hallaron más dificultades y terreno desierto. Aun así atravesaron algunas tierras sometidas por los aztecas, y proveyeron estos a los recién llegados, y se mostraron amables con Cortés por orden del Alto Señor. Pero el capitán tenía sus propios planes, y a espaldas de los emisarios mexicas, los cempoaleses comenzaron a cuidar sus propios intereses. Informaron a Cortés de que el mayor enemigo de los aztecas eran Tlaxtcala y que el camino que llevaban pasaría cerca de su frontera.
Se les enviaron mensajeros en secreto, y cuando la columna pasó cerco, el capitán ordenó entrar en la región enemiga de los mexicas. Pero a pesar de los intentos diplomáticos, los cuatro tlatoanis de Tlaxcala no se pusieron de acuerdo, y el sector más joven y belicoso se impuso. No tardaron los guerreros de la región, a pesar de los intentos de negociación y los requerimientos, en atacar. Primero en pequeños grupos, y después de que Cortés se hiciera fuerte en una colina y estableciera un campamento, con fuerzas cada vez mayores. En los textos del Capitán y de Bernal Díaz se habla con profusión de cómo les llovían flechas y jabalinas, pero el superior equipo de sus soldados los protegía de las puntas de piedra. Y luego se lanzaban al ataque en grandes grupos, muy cerrados, y ahí los tiros y artillería les hacían mucho daño, y en combate cerrado, lasr armas de acero causaban terribles daños, y los guerreros se estorbaban entre sí.
Entre ataque y ataque, a lo largo de los días, Cortés salía de expedición con su caballería y sus aliados y atacaban a las aldeas y almacenes. En estas razzias, Cortés describe un país muy ordenado y muy cuidado, sin espacio desaprovechado, todo lleno de cultivos para sostener una densidad de población difícilmente alcanzable.
Tras muchos combates, los castellanos habían conseguido no tener muchas bajas, al contrario que sus enemigos y estos, percatándose de que podían convertir a un formidable enemigo en el mejor de los aliados contra los mexicas, retomaron la diplomacia y, ante las nuevas protestas de los emisarios aztecas, pactaron con Cortés. Establecieron una alianza que ya no se rompería y que sería clave para lo que ocurriría en los meses siguientes. Porque Tlaxcala aportó miles de guerreros a Cortés, y así su pequeña expedición ya no fue tal. Se había convertido en un poder formidable.
Finalmente, mientras los españoles recuperaban fuerzas en Tlaxcala, se puso en marcha un nuevo plan. Cortés recibió nuevos emisarios con más regalos y la invitación para ir a Cholula, la ciudad más importante del culto de Quetzalcóatl, pues allí podrían proveerlos mejor. Mientras se decidía, los tlaxcaltecas les advirtieron de que sus espías reportaban que les estaban preparando una trampa. Que por orden de Moctezuma se habían preparado material para cegar las calles, atraparlos y eliminarlos, y que un gran ejército azteca se había emboscado en los alrededores. La tensión alrededor del capitán debió de hacerse insoportable. Sus nuevos aliados lo prevenían contra los aztecas, mientras que estos le advertían que desconfiara de la alianza de los tlaxcaltecas, que aprovecharían un descuido para caer sobre él y eliminarle. Y el astuto capitán se reunía con cada uno de ellos por separado, y a todos agradecía sus consejos y les hacía creer que confiaba en ellos más que los demás. De modo que tras sopesar los riesgos, salió hacia Cholula, y los tlaxcaltecas le entregaron cinco mil guerreros para protegerle.
En Cholula fue recibido con esplendor, pero la trampa fue detectada gracias a su mejor aliada. Doña Marina, Malinali. Ella fue la que sonsacó la verdad a algunas comadres de Cholula, que la advirtieron de que abandonara la ciudad por la noche junto a las demás mujeres y los niños. Avisó entonces a Cortés, que preparó un ataque por sorpresa al día siguiente, con la ciudad llena de guerreros enemigos y, no sin cierta puesta en escena teatral, lo lanzó con tal violencia que en poco rato habían muerto miles de guerreros aztecas y cholultecas. Y tras ello, interpeló con tal dureza a los emisarios de Moctezuma que terminaron suplicando que les permitiera al menos a uno de ellos ir a consultar a Moctezuma sobre lo ocurrido, que ellos no sabían nada.
Malinali señala a los responsables de la emboscada |
Por allí descendieron al valle, y desde allí vieron las ciudades que crecían en las orillas: Iztapalapa, Texcoco, Culhuacán... y las tres carreteras que se adentraban en el agua hasta la imponente Tenochtitlán, y el acueducto que llevaba agua dulce desde Chapultepec. Aquello era en verdad otro mundo. La impresión que aquella visión dejó en los hombres de Cortés ha quedado escrita en las crónicas del propio capitán y Bernal Díaz. Todo era deslumbrante. A lo lejos podían ver las calles rectas, las plazas, los hermosos templos de brillantes colores, los jardines. Había diques que separaban las lagunas de agua dulce y agua salada, y numerosos puentes en las carreteras, que permitían levantarlos y cortar el paso. Había un tráfico incesante de canoas entre las ciudades y que entraban y salían por los canales de Tenochtitlán.
Imagen de Tenoxtitlán. Museo Antropológico de D.F. Al fondo, el Paso de Cortés en la falda del Popocatepetl. |
Enterados de su llegada, la primera delegación los esperó
cerca de Iztapalapa. Eran altos dignatarios con muchos esclavos y muchas
riquezas los que allí los esperaban, y los guiaron hasta dicha ciudad y
pusieron el pie en la ancha calzada que se dirigía a Tenochtitlán. Fue sobre ella que vieron llegar
a Moctezuma, y un amplio cortejo, todos engalanados con sus mejores prendas .
El Huey Tlatoani era llevado en palanquín por nobles mexicas. Cuatro
dignatarios lo guiaron cuanto bajó al suelo y avanzó hacia Cortés y no
permitieron que Cortés lo abrazaran. Sin embargo, Moctezuma y él intercambiaron
hermosos regalos y un mensaje de bienvenida traducido por los intérpretes. Aquí
Moctezuma, según explican Cortés y Bernal Diaz, les reveló que pensaban que
ellos eran aquellos a quienes esperaban largo tiempo. Que sabían sin embargo
que Cortés y sus soldados eran hombres de carne y hueso, ero que quería saber
si el señor al que servían era realmente el dios cuya vuelta había sido
profetizada. Pero entre los regalos, apenas había oro. Les dijeron que apenas poseían aquel metal.
Los españoles y sus aliados fueron invitados a entrar en la
ciudad, y se les dio aposento. Los españoles fueron llevados a un palacio, y en
los cuatro días siguientes despacharían y visitarían a Moctezuma y sus nobles, y
hablarían del emperador Carlos, de la fe de Cristo. Los españoles visitarían el
gran mercado y sus innumerables mercancías. Allí conocieron el chocolate, por
ejemplo, y otras viandas que nunca
habían visto. Telas, hierbas, joyas de plata y hermosas piedras, y plumas de aves desconocidas. Se deleitarían con el asombroso vuelo del colibrí entre las
flores. Para referir los prodigios que allí vieron, debemos remitirnos a los textos de aquellos hombres, pues es demasiado extenso para descubrirlo aquí. Sin embargo, apenas vieron oro.
De lo que pasó a continuación, se escribieron al menos dos versiones. Según explicó Cortés al emperador Carlos en la segunda Carta de Relación, a los cuatro días de la entrada en Tenochtitlán recibieron un mensaje de Veracruz, en el que le informaban que los mexicas habían atacado Cempoal y en la batalla habían muerto seis españoles, y muchos eran heridos. Y que por lo tanto, pensó que los aztecas planeaban acabar con su compañía allí, mismo, en su capital, tras haber eliminado su base de operaciones en la costa y por tanto, su camino de retirada. Y tras consultarlo con sus capitanes, decidieron capturar a Moctezuma, traerlo a su real como rehén y así, garantizar su seguridad.
El relato del soldado Bernal Díaz es diferente: escribió que mientras convertían una estancia en iglesia, uno de los carpinteros distinguió unas señales en uno de los muros, como si hubiera sido hecho y encalado recientemente ocultando una puerta. Consiguieron abrirse paso y accedieron una cámara que había sido condenada, y allí encontraron el oro. No era un tesoro cualquiera. Era el oro de todos los sueños. El mayor tesoro que nadie hubiera visto jamás. El que Moctezuma decía no poder ofrecer en gran cantidad por carecer de él.
El oro los volvió locos. Era la prueba de que las buenas intenciones que mostraban los aztecas no eran sinceras. Segundo, porque fue entonces porque se dieron cuenta de que estaban atrapados. Que jamás podrían salir de allí con semejante tesoro. Y por último, porque en ese momento ni siquiera estaban seguros si serían capaces de renunciar a él para salvar la vida.
Reproducción del gran mercado. Museo Antropológico D.F. |
Fueron doce hombres y Cortés los que conocieron del tesoro. Volvieron a cerrar el hueco que habían abierto en la parte baja y dejaron todo como estaba. Y los capitanes de Cortés le impelieron a que detuviera a Moctezuma. Por el modo en que lo cuenta, Cortés debió de dudar. Tanto en su texto como en el de Bernal se aprecia que se sintió abrumado por lo que tenía que hacer. Pero no podía permitirse perder a sus capitanes, y aun perder lo que estaban tan cerca de ganar. A la mañana siguiente fueron a despachar con el gran Tlatoani, y Cortés, casi sonrojado de la vergüenza, le pidió que volviera con él al palacio donde se hospedaba. Y Moctezuma, para sorpresa de toda su corte, aceptó. Amable y sonriente se lo llevó Cortés. Por todo el camino fue dando órdenes Moctezuma de que nada se hiciera contra los castellanos. Que él iba de buena gana. Pero aquel día se cruzó una barrera, y el orgulloso pueblo mexica no lo olvidaría. Y si los hombres de Cortés eran conscientes de que estaban atrapados, de súbito, el desconcierto causado por la llegada de los extranjeros se desvaneció, y como si despertaran de un sueño, los grandes señores de la Triple Alianza se reunieron, y comenzaron a conspirar. Fue entonces, con Moctezuma ya prisionero, cuando les llegaron las noticias del ataque a Cempoal.
Un mes transcurrió en aquella extraña situación. Moctezuma despachaba y cumplía con sus obligaciones desde el real de Cortés. La tensión entre los nobles y por las calles fue subiendo. El rey de Texcoco se negó a obedecer a Moctezuma y este ordenó que lo capturaran en una emboscada. Los capitanes que atacaron Cempoal y mataron a los españoles fueron quemados públicamente. Humillación tras humillación, la cólera de los aztecas crecía y crecía, y no faltaron voces que comenzaron a despreciar a Moctezuma y a los españoles, y a escondidas, preparaban su final.
Entonces Cortés recibió la segunda mala noticia. Un ejército organizado por Diego Velázquez y capitaneado por Pánfilo de Narváez había desembarcado en Veracruz y venía a detener a Cortés, incluso volviendo a los indios de su parte contra él. Supo incluso que Narváez había enviado un mensaje a escondidas a Moctezuma para informarle que venía a liberarlo. Su reacción fue fulminante. Dejó a uno de sus capitanes, Pedro de Alvarado, a quien los mexicas llamaban "Tonatiú", el Rayo, o el Sol, al frente de una guarnición, y marchó veloz hacia la costa. Tras cerciorarse de que Pánfilo de Narváez no disponía de poderes del Emperador, sino solo de Diego, y puesto que recibió una respuesta a su intento de negociación con un "Viva quien venza", le dio toda una lección. Atacó por la noche el campamento de Narváez, con tanta rapidez que para cuando dieron la alarma, Cortés ya estaba en el patio del campamento, subiendo por una de las torres . Capturó Narváez y rindió a sus hombres, y ganó así ochocientos nuevos soldados, hasta cuarenta de acaballo y muchos tiros y pólvora, y volvió veloz hacia Tenochtitlán.
Pero lo que encontró allí le heló el corazón. Los mexicas tenían asediado el palacio donde estaban sus hombres y aún Moctezuma. Tuvo que abrirse paso combatiendo hasta él, y cuando llegó, Alvarado le puso al día de lo ocurrido. Había sabido que ya conspiraban para entrar a matarlos, y había decidido actuar antes. Alvarado no poseía la sutileza y astucia de Cortés. En una ceremonia sagrada, "Tonatiú" había emboscado los nobles y sacerdotes y no había dejado a nadie con vida. Pero la noticia corrió como la pólvora, y la ciudad estalló contra los españoles. Ni siquiera los llamamientos de Moctezuma a la paz servían ya. Estaban rodeados. Las calles estaban llenas de barricadas y los puentes, tras la entrada de Cortés, habían sido levantados. El momento de librarse de aquellos extranjeros había llegado.
Cortés y Bernal Díaz hicieron un detallado y angustioso relato de aquellos días. La ferocidad con la que los mexicas se lanzaron contra ellos sólo pudo ser contenida tras los muros de su real. En uno de los asaltos Moctezuma salió a pedir que pararan, y una pedrada le rompió el cráneo. Murió entre los españoles que le habían retenido, para desesperación de todos, pues con él moría cualquier posibilidad de negociación. Cada vez que los españoles salían para ganar un camino de salida, eran repelidos desde las calles, barricadas y azoteas. Los industriosos conquistadores construyeron
ingenios con ruedas y techos rígidos para protegerse de los ataques desde arriba, pero los aztecas sabían guiarlos hasta callejones sin salida, o caminos que acababan en el agua, y los desbarataban. Casi no tenían agua ni comida, y los heridos aumentaban cada vez más. Desde los templos se invocaba a los dioses con la promesa de entregarles pronto los corazones de aquellos extranjeros.
Fue en una de aquellas salidas, estando ya perdida toda esperanza de rellenar una de las calles, cuando la desesperación se tornó en furia. Uno de los templos, el principal de Huitzilopochtli, se elevaba junto al palacio donde vivía Cortés. De hecho, desde su real podían ver la espalda del templo. Un gran número de guerreros les ofendía con flechas y jabalinas desde allí. La escalera frontal daba a la plaza. Había que dar un rodeo hasta ella, pero aquellos hombres, con Cortés a la cabeza, decidieron vender caras sus vidas y hacer tanto daño como pudieran, si no a sus cuerpos, sí a sus dioses. En algún momento el ingeniero en el que avanzaban fue dirigido a la plaza, hacia el templo de Huitzilopochli, y muchos de los castellanos, comprendiendo lo que su avanzadilla se proponía hacer, salió de golpe a ayudar.
Una ola de furia recorrió a los mexicas cuando vieron a los hombres de Cortés, y a muchos de los tlaxcaltecas, al pie de su pirámide. La guarnición de arriba comenzó a arrojarles flechas, piedras y lanzas, pero en un determinado momento los que avanzaban bajo el ingenio se lanzaron a la carrera escaleras arriba, mientras en la plaza entraron grandes escuadrones de aztecas, pues se había corrido la voz de que estaban atacando el templo principal.
Aquel ataque se convirtió en una locura. Los soldados de Cortés, con él a la cabeza, comenzaron a subir la empinada escalera, mientras por todas las terrazas salían los guerreros que se protegían en la pirámide. Los tlascaltecas y los restantes castellanos protegieron la parte inferior para que no llegaran más mexicas. En los primeros metros los contuvieron, y estos gritaba y rugían, y amenazaban y juraban que se comerían sus corazones, y se lanzaban oleada tras oleada contra los atacantes. Cortés, Alvarado y los demás, totalmente cubiertos de sangre, subían escalón a escalón, mientras el valor de los defensores se fue convirtiendo en pánico. Nivel tras nivel morían sobre los escalones o resbalaban o se caían por la terrazas. En aquella pirámide guardaban su legado sagrado, y aquello les atenazaba el corazón. Cuando vieron que los extranjeros estaban llegando a la plataforma superior, sólo pensaban en matarse contra ellos con la esperanza de quitar aunque fuera una vida antes de morir. Mas no sirvió para nada.
Llegaron a la parte superior, mataron a todos, y prendieron fuego al gran Cu de Huitzilopochli. Ardió como una gran antorcha. Como el fuego que el destino tenía preparado para todos los aztecas. Hubo gritos de terror y desesperación entre los miles de mexicas que ocupaban la plaza, pero aun así no pudieron evitar que los castellanos bajaran y volvieran a su real. El pueblo de Huitzilopochli veía con el corazón quebrado como la casa de su dios era reducida a cenizas. Aquella victoria cambió las tornas, pues a los españoles también les dio fuerzas.
En las siguientes salidas, tomaron las calles cortadas, las rellenaron y fueron tomando puente tras puente. Y antes de salir por la noche, Cortés entró a los castellanos en el palacio, les mostró el tesoro, y les dijo que podían llevar lo que quisieran, que iban a huir y que aquella noche se lo jugaban todo.
La Historia nombró aquella noche como La Noche Triste. La desesperada huida de la expedición a través de las calles, de los puentes ganados, de los canales rellenados con escombros, perdidos, vaciados y vueltos a llenar. Escuadrón tras escuadrón fueron ganando un camino por el que tenían que pasar. Los caballeros cargaban para abrir paso y sacar a los mexicas de los caminos, los ballesteros y arcabuceros protegían, y los hombres de espada y rodela ganaban los puestos mexicas. En la ruta final, todo el orden que pudieran tener se perdió en su totalidad. Cortés tuvo que volver hacia atrás para ir rescatando a su gente. En el desorden, muchos se perdieron o tuvieron que cruzar el agua. Los que valoraron más el oro que su vida se ahogaron con la carga de riqueza. Los que fueron más listos pudieron nadar y salvar su vida al cruzar el último hueco en la calzada.
Y por fin llegaron a la orilla del lago, y se reunieron entre unas construcciones, tomaron fuerzas, y emprendieron con resignación el camino de huida hacia Tlaxcala. El grito de victoria de los aztecas les siguió, mientras en el cielo nocturno, numerosos fuegos ardían, y los castellanos capturados eran subidos a los templos antes siguiera de que amaneciera, y sus alaridos, ahogados en su propia sangre cuando les arrancaban los corazones, eran jaleados por los cánticos sagrados que se prolongaron hasta el amanecer. Porque había llegado el momento de la venganza, y los dioses querían sangre.
Con aquella lúgubre letanía a lo lejos, como un funesto, presagio, los supervivientes castellanos y tlascaltecas restañaron sus heridas, hicieron recuento, y se aprestaron para continuar hacia un lugar seguro.
Enlace a la tercera parte
Un mes transcurrió en aquella extraña situación. Moctezuma despachaba y cumplía con sus obligaciones desde el real de Cortés. La tensión entre los nobles y por las calles fue subiendo. El rey de Texcoco se negó a obedecer a Moctezuma y este ordenó que lo capturaran en una emboscada. Los capitanes que atacaron Cempoal y mataron a los españoles fueron quemados públicamente. Humillación tras humillación, la cólera de los aztecas crecía y crecía, y no faltaron voces que comenzaron a despreciar a Moctezuma y a los españoles, y a escondidas, preparaban su final.
Cortés apresa a Pánfilo por sorpresa |
Pero lo que encontró allí le heló el corazón. Los mexicas tenían asediado el palacio donde estaban sus hombres y aún Moctezuma. Tuvo que abrirse paso combatiendo hasta él, y cuando llegó, Alvarado le puso al día de lo ocurrido. Había sabido que ya conspiraban para entrar a matarlos, y había decidido actuar antes. Alvarado no poseía la sutileza y astucia de Cortés. En una ceremonia sagrada, "Tonatiú" había emboscado los nobles y sacerdotes y no había dejado a nadie con vida. Pero la noticia corrió como la pólvora, y la ciudad estalló contra los españoles. Ni siquiera los llamamientos de Moctezuma a la paz servían ya. Estaban rodeados. Las calles estaban llenas de barricadas y los puentes, tras la entrada de Cortés, habían sido levantados. El momento de librarse de aquellos extranjeros había llegado.
Cortés y Bernal Díaz hicieron un detallado y angustioso relato de aquellos días. La ferocidad con la que los mexicas se lanzaron contra ellos sólo pudo ser contenida tras los muros de su real. En uno de los asaltos Moctezuma salió a pedir que pararan, y una pedrada le rompió el cráneo. Murió entre los españoles que le habían retenido, para desesperación de todos, pues con él moría cualquier posibilidad de negociación. Cada vez que los españoles salían para ganar un camino de salida, eran repelidos desde las calles, barricadas y azoteas. Los industriosos conquistadores construyeron
ingenios con ruedas y techos rígidos para protegerse de los ataques desde arriba, pero los aztecas sabían guiarlos hasta callejones sin salida, o caminos que acababan en el agua, y los desbarataban. Casi no tenían agua ni comida, y los heridos aumentaban cada vez más. Desde los templos se invocaba a los dioses con la promesa de entregarles pronto los corazones de aquellos extranjeros.
Fue en una de aquellas salidas, estando ya perdida toda esperanza de rellenar una de las calles, cuando la desesperación se tornó en furia. Uno de los templos, el principal de Huitzilopochtli, se elevaba junto al palacio donde vivía Cortés. De hecho, desde su real podían ver la espalda del templo. Un gran número de guerreros les ofendía con flechas y jabalinas desde allí. La escalera frontal daba a la plaza. Había que dar un rodeo hasta ella, pero aquellos hombres, con Cortés a la cabeza, decidieron vender caras sus vidas y hacer tanto daño como pudieran, si no a sus cuerpos, sí a sus dioses. En algún momento el ingeniero en el que avanzaban fue dirigido a la plaza, hacia el templo de Huitzilopochli, y muchos de los castellanos, comprendiendo lo que su avanzadilla se proponía hacer, salió de golpe a ayudar.
Lienzo de Tlaxcala. Las calzadas cortadas y el acoso desde las canoas. |
Aquel ataque se convirtió en una locura. Los soldados de Cortés, con él a la cabeza, comenzaron a subir la empinada escalera, mientras por todas las terrazas salían los guerreros que se protegían en la pirámide. Los tlascaltecas y los restantes castellanos protegieron la parte inferior para que no llegaran más mexicas. En los primeros metros los contuvieron, y estos gritaba y rugían, y amenazaban y juraban que se comerían sus corazones, y se lanzaban oleada tras oleada contra los atacantes. Cortés, Alvarado y los demás, totalmente cubiertos de sangre, subían escalón a escalón, mientras el valor de los defensores se fue convirtiendo en pánico. Nivel tras nivel morían sobre los escalones o resbalaban o se caían por la terrazas. En aquella pirámide guardaban su legado sagrado, y aquello les atenazaba el corazón. Cuando vieron que los extranjeros estaban llegando a la plataforma superior, sólo pensaban en matarse contra ellos con la esperanza de quitar aunque fuera una vida antes de morir. Mas no sirvió para nada.
Llegaron a la parte superior, mataron a todos, y prendieron fuego al gran Cu de Huitzilopochli. Ardió como una gran antorcha. Como el fuego que el destino tenía preparado para todos los aztecas. Hubo gritos de terror y desesperación entre los miles de mexicas que ocupaban la plaza, pero aun así no pudieron evitar que los castellanos bajaran y volvieran a su real. El pueblo de Huitzilopochli veía con el corazón quebrado como la casa de su dios era reducida a cenizas. Aquella victoria cambió las tornas, pues a los españoles también les dio fuerzas.
En las siguientes salidas, tomaron las calles cortadas, las rellenaron y fueron tomando puente tras puente. Y antes de salir por la noche, Cortés entró a los castellanos en el palacio, les mostró el tesoro, y les dijo que podían llevar lo que quisieran, que iban a huir y que aquella noche se lo jugaban todo.
La Historia nombró aquella noche como La Noche Triste. La desesperada huida de la expedición a través de las calles, de los puentes ganados, de los canales rellenados con escombros, perdidos, vaciados y vueltos a llenar. Escuadrón tras escuadrón fueron ganando un camino por el que tenían que pasar. Los caballeros cargaban para abrir paso y sacar a los mexicas de los caminos, los ballesteros y arcabuceros protegían, y los hombres de espada y rodela ganaban los puestos mexicas. En la ruta final, todo el orden que pudieran tener se perdió en su totalidad. Cortés tuvo que volver hacia atrás para ir rescatando a su gente. En el desorden, muchos se perdieron o tuvieron que cruzar el agua. Los que valoraron más el oro que su vida se ahogaron con la carga de riqueza. Los que fueron más listos pudieron nadar y salvar su vida al cruzar el último hueco en la calzada.
Se peleó en cada puente. |
Con aquella lúgubre letanía a lo lejos, como un funesto, presagio, los supervivientes castellanos y tlascaltecas restañaron sus heridas, hicieron recuento, y se aprestaron para continuar hacia un lugar seguro.
Enlace a la tercera parte
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