sábado, 11 de noviembre de 2017

La conquista de México, parte III

Saludos. Imaginad esta escena: Cortés está terminando de escribir su segunda carta de relación al emperador Carlos desde un cobertizo. Tras él se oye el inconfundible golpeteo de la industria. Unos maderos son serrados, otros están siendo vaciados, tallados y barrenados. Diferentes conjuntos de piezas son ensambladas con espigas y pasadores. Al capitán le cuesta concentrarse. Es tanto lo que tiene que contar... Lo que ha vivido en los últimos meses es asombroso. Ha visto la ciudad del lago, ha conocido a Moctezuma, ha cerrado sus ojos y se ha despedido de él como amigo, y ha llorado por él como un hermando. Ha luchado batallas imposibles y ha tenido que huir por agua y tierra para salvar la vida después de haber tenido un imperio en la punta de los dedos. Y de todo ello, de todos aquellos prodigios debe dar cuenta a su rey. Pero aun así, no termina la carta con desesperanza. Al contrario, en los últimos párrafos le da noticias de que se dispone a recuperar lo que ha perdido, lo que por unas semanas perteneció a la Corona y a sí mismo.
                Termina la carta, suspira, se levanta y da unos pasos para estirar las piernas. Aun le duelen las heridas, pero se dedica a observar a sus laboriosos soldados. Sonríe. Otros habrían abandonado. Otros, no él. Él contempla complacido cómo construyen su arma secreta. La que le dará la victoria.
              
Carga final en Otumba
 
Nadie la hubiera creído posible la noche que huyó de Tenochtitlán. Ni el día siguiente, ni el otro, ni el de después. Pues los feroces mexicas, liberados por fin de su presencia, decidieron el exterminio de los castellanos antes de que pudieran llegar a la costa, y en pocos días, las tropas fueron convocadas, las órdenes impartidas, y por fin, en Otumba, se encontraron con sus enemigos. Españoles y tlascaltecas por un lado: derrotados, acosados cada día por hostigadores, hambrientos y pobres. Lo mejor del ejército azteca y sus aliados  por la otra parte, en formación. Hasta los guerreros jaguares y águilas habían venido. Portaban hermosos estandartes emplumados y gritaban. Aquel iba a ser el último combate.
                La carga de los mexicas fue brutal. Se lanzaron una y otra vez contra las posiciones de Cortés, y sólo la desesperación les dio fuerzas para sostener acometida tras acometida. Todo fue muy confuso. Los mexicas empuñaban espadas de acero de los caídos en la Noche Triste. Se agotó la pólvora y se dispararon todos los virotes, y los guerreros de espada y rodela hicieron todo lo que pudieron. Pero veían aterrados que cuando alguno de sus compañeros caía herido o simplemente, de agotamiento, sus enemigos no los mataban, sino que los arrastraban vivos hasta su retaguarda. Todos sabían lo que iba a pasarles, y ninguno quería bajar los brazos y rendirse. No quedaba sino morir peleando.
                Nadie sabe muy bien cómo ocurrió, pero mientras el frente combatía, un escuadrón de caballería se abrió paso y  quedó frente al general enemigo, sentado en su palanquín, con muchos estandartes y señas, y despidiéndose unos de otros, se lanzaron en una carga suicida, tal vez la última, contra él. Sólo uno de ellos consiguió sobrepasar a los guardias del general, y llegándose junto a él, lo atravesó con su lanza, lo que provocó el pánico entre los mexicas y sus aliados, y huyeron.
                Así, maltrecho pero no muerto, regresaron a Tlaxtaca. Desde Veracruz le instaban a regresar a la costa y aguardar refuerzos, y sus hombres estaban más allá del límite, pero Cortés sabía que si los tlaxcaltecas les ayudaban, no todo estaba perdido. Sabía que los aztecas no tenían mucho que ofrecer a los pueblos que se habían rebelado contra ellos al aliarse con los castellanos. Si se quedaba en el Anáhuac, tenía la posibilidad de mantener su apoyo, protegerlos de posibles represalias, reunir más hombres y asaltar Tenochtitlán. En su mente no era imposible. Tenía un plan. Tal vez lo hubiera desarrollado mientras residía junto a Moctezuma. Tal vez mientras huía y juraba para sí recuperar lo que había perdido o morir en el intento. Así que se quedó en Tlaxcala, y puesto que sus aliados eran fuertes y los mexicas necesitaban volver a someter a sus antiguos aliados, se movió rápido. Contra todo pronóstico, su huida se convirtió en una nueva ofensiva.
               
No se equivocaba Cortés. La Triple Alianza, a pesar de su victoria, se había quedado aislada. Su política exterior la había llevado a tener súbditos, no aliados, que una vez hubieron saboreado la libertad y vieron cómo los extranjeros los habían puesto en tantos apuros, y que aun así  no habían sido derrotados, sino que habían vencido en Otumba.  El nuevo Tlatoani envió emisarios a las ciudades más díscolas. Llevaron las cabezas de los caballos y los españoles que no salieron de Tenochtitlán aquella noche triste. Alardearon de su poder y les ordenaron someterse. Incluso les llegaron a ofrecer un año sin tributos a cambio de su participación en la muerte de los castellanos. Pero había un halo de debilidad en todo ello, y no cedieron a la diplomacia. Los mexicas tuvieron que organizar sus fuerzas y enviarlas a esas provincias que permanecían renuentes,  que se resistían a volver a someterse, tal vez esperando que ocurriera algo… Justo entonces supieron que Cortés había vuelto a invadir el Anáhuac…
                Su plan requería el paso franco hasta la costa. No bien se hubo rehecho , al frente de sus pocos soldados, los tlascaltecas y algunos españoles más de refresco que habían llegado con algunos barcos perdidos, invadió la provincia de Tepeaca, que era la entrada desde Veracruz hasta los territorios de la meseta. Fue un ataque fulgurante e inesperado que le rindió enormes ventajas, pues en cuanto su acción fue conocida, cuando aquellos pueblos que permanecían a la espera de acontecimientos, recibieron la noticia y a los mensajeros tlascaltecas, fueron a verle y a aliarse de nuevo con él, o a pedir perdón por haberles combatido y solicitar ponerse a sus órdenes. Y con el camino a la costa bien protegido, y una nueva ciudad fundada para asegurarlo, bautizada Segura de la Frontera, Cortés reveló el resto de su plan: para tomar la ciudad del lago construiría barcos. Trece bergantines. Concebidos además para poder ser desmontados, transportados desde Tlaxcala hasta el lago, y allí, ser debidamente ensamblados. Cada una de las embarcaciones podría llevar más de treinta hombres, artillería, tiros, ballesteros y escopeteros. Con esos barcos podría proteger los accesos a las carreteras, por donde los caballos y soldados eran vulnerables a las canoas aztecas. Podría presentar batalla naval e incluso entrar en la ciudad con ellos por las vías de agua.

                Y aun ocurrió algo más. Una espada invisible… La maldición de los dioses… La viruela. Aquellos que entraron en contacto con los españoles se contagiaron y propagaron la enfermedad por una población que jamás había estado en contacto con aquel virus. Era como si los dioses los estuvieran castigando por haberlos expulsado de Tenochtitlán. Hay numerosos testimonios gráficos en los códices mostrando las terribles secuelas de la viruela en sus cuerpos. Los que no murieron, quedaron marcados, tullidos o ciegos para el resto de su vida.
                Las acciones del capitán desde ese momento, y hasta que sus barcos estuvieron listos, se dirigieron a atacar a los pocos aliados que quedaba a los mexicas, ya fuera directamente, ya fuera peleando contra ellos en defensa de sus propios aliados. Se dedicó a socavar, en resumen, el poder de la Triple Alianza y de Tenochtitlán, pues sin los tributos y el abandono de sus aliados se enfrentaba también a otro mal: el desabastecimiento. El comercio prácticamente desapareció, y el Gran Mercado no podía suministrar alimento a su población. Esto los debilitó aun más, y los expuso a las enfermedades con más virulencia que al resto.  El hambre se convirtió en otra arma para los españoles. Los aztecas sacaron a sus tropas para someter a sus vecinos, para saquearlos, o para eliminar recursos para Cortés. Estas son las tropas que el cpaitán, en su campaña de aproximación a Tenochtitlán, va encontrando. Tropas que no se dirigen hacia él, sino hacia sus anteriores dominos, ya en franca rebeldía contra ellos, y acogidos a la protección del emperador Carlos que representaba Cortés.

                Mientras, él va atacando y descendiendo hacia el lago con la idea de conquistar toda la orilla, cortar el abastecimiento de la ciudad, ya de por sí exiguo, y rendirlos por  hambre. Tras tomar Tezcoco, hace llamar a los barcos. Una larga expedición con miles de porteadores comienza un lento descenso hasta allí, mientras se excava un canal en el que poder ensamblar las naves y entrarlas por él a la laguna.
                Fue en esos días de preparativos finales cuando Cortés intentó por última vez  conseguir una rendición pacífica. Cuenta en sus cartas que se llegó por la calzada de Tacuba hasta la primera de las albarradas, y allí pidió que viniera el nuevo Tlatoani. Estos le contestaron que se le quedaba grande. Que tenían nobleza suficiente, cualquiera de ellos, para tratar con él.  Cortés tuvo que ceder, y les recordó que pronto se quedarían sin alimento, que se rindieran. Los guerreros se rieron de él, y le dijeron que se  alimentarían de españoles y tlascaltecas. Uno de ellos le arrojó una torta de maíz con desprecio, invitándole a comer en su lugar, pues ellos no tenían necesidad.
Él no  lo sabía, pero el sucesor de Moctezuma murió de viruela. El nuevo Huey Tlatoani, el que sería el  último de su estirpe,  era un joven valeroso y orgulloso, llamado Cuauhtémoc. De las proezas de su pueblo que se verían en los meses siguientes,  que fueron muchas y muy notables, él fue el responsable. Dio fuerzas a su pueblo más allá del límite humano. Aun no sabían los castellanos realmente a qué iban a enfrentarse.
                Con los barcos ya ensamblados y sus tropas y capitanes repartidos por las calzadas (Tacuba, Tezcoco, Iztapalapa y Chapultepec), entraron los barcos en la laguna y se enfrentaron a su primera batalla con las canoas aztecas, que se vieron sorprendidas y tuvieron que regresar a la protección de la ciudad. Mientras, por tierra, comenzó el primer asalto del trágico asedio de Tenochtitlán.

La estrategia de Cortés consistía  en avanzar por las calzadas e ir ganando puentes, rellenar los huecos y demoler las barricadas. La infantería avanzaría por las calzadas, con los zapadores detrás. Mientras, los bergantines protegían los flancos de la calzada y mantenían las canoas alejadas. Por la tarde, la caballería protegería a las tropas que se retiraban, y darían media vuelta para replegarse también. Por ello, mantener el terreno ganado en perfecto estado era fundamental.  Esta estrategia se aplicó desde todas las calzadas que llegaban a Tenochtitlán. Incluso tuvieron que abrir las calzadas para dejar pasar a los bergantines al otro lado, pues en los primeros días todos quedaron del lado de la laguna dulce, y las canoas del otro lado, el de la salada, apenas tuvieron oposición. Todos los capitanes españoles tenían órdenes estrictas de no avanzar su campamento a nuevas posiciones, ni entrar en la ciudad más allá de donde hubieran rellenado y acondicionado las calzadas.
Por su parte, los mexicas levantaban los puentes y mantenían defensas y barricadas para retrasar el avance por la calzada. Desde las azoteas castigaban con dureza las entradas de sus enemigos en la ciudad. Desde las canoas intentaron acosar las calzadas, pero los bergantines las detuvieron y tuvieron que dedicarse a hostigar con menos eficacia. Al caer la noche y retirarse los españoles, los perseguían hasta que los caballos les caían encima, y tras la retirada de los invasores, volvían a excavar los rellenos, a romper las calzadas, a asegurar el paso de las calles de agua, y a esperar el nuevo ataque.
Fue una batalla  disputada a espada, maza y rodela, pero también a pico , azada y a espuerta de tierra.  Se batalló en cada calle, en cada puente, en cada paso. Los avances de cada día desaparecían al día siguiente casi en su totalidad, y todo volvía a empezar. Pero en uno de esos días Cortés avanzó hasta un cruce de la calzada en la que se ensanchaba, y había torres ceremoniales, y fortificó el lugar para no tener que retroceder a tierra, y preparó atraques para los bergantines.
La lucha en las calzadas era terrible. Los caballos ocupaban todo el ancho y hacían duras cargas contra los guerreros una vez las barricadas eran demolidas y los puentes rellenados. Mientras, desde las calzadas de Tacuba e Iztapalapa llegaban informes similares. Pedro de Alvarado cortó el acueducto de Chapultepec y cerró las pequeñas calzadas que avanzaban de la orilla. Así cerró el lazo definitivamente sobre Tenochtitlán. Pero aun así, los defensores no se rindieron. No flaquearon ni un solo día. Por mucho que sus enemigos les hubieran entrado por las calzadas, a la caída de la tarde perseguían a los castellanos y sus aliados con saña, y solo los caballos impidieron que esas retiradas se convirtieran en una carnicería. Los jinetes les tendieron emboscada tras emboscada, pero ellos valoraban menos su vida que ver a sus enemigos dentro de su ciudad.
Alvarado había conseguido avanzar hasta las proximidades del Gran Mercado de Tlatecolco, y sus hombres le animaban a tomarlo y establecer allí el campamento, pues era peonoso avanzar una y otra vez para retroceder cada noche hasta la orilla del lago.  A pesar de sus instrucciones, uno de los días se dejó llevar y avanzó demasiado, sin dar tiempo a su retaguardia para rellenar los huecos de la calzada. Los mexicas se percataron y se revolvieron. Cuando le hicieron retroceder, sin poder recibir ayuda de la caballería, muchos murieron o fueron apresados, y aquella tarde fueron sacrificados en los templos. Cortés fue informado y a pesar de su enfado, fue a inspeccionar las posiciones y vio mucha ventaja en lo hecho por Alvarado. Acordaron realizar un ataque desde el lugar de Cortés para aflojar la defensa del mercado, y entonces que Alvarado lanzara otro ataque. Pero también perdió el control de sus tropas, que avanzaron sin rellenar adecuadamente, y en su retirada quedaron empantanados, y  cuando los mexicas les cayeron encima, hasta Cortés tuvo que batirse por su vida, que a punto estuvo todo de perderse en aquel lugar, de no haber sido por su guardia personal, de la que muchos perdieron la vida para que él pudiera huir por la calzada. Los que fueron capturados murieron sacrificados, y sus corazones fueron entregados a los dioses, y hubo muchos cantos de victoria y sahumerios en las pirámides. Cuauhtémoc  debió de dirigir aquellas ceremonias.

Aquel revés fue tan duro que durante unos días, los españoles aflojaron la presión. Fue entonces cuando un capitán tlascalteca, Chichicatecl, dirigió una nueva ofensiva. Tendió una astuta trampa los mexicas en uno de los puentes. Una vez lo cruzó, emboscó a cuatrocientos arqueros. Penetró por las calles y retrocedió hasta el puente, y se tiraron al agua. Entonces los arqueros se cebaron sobre sus perseguidores, que sufrieron un gran descalabro.
Los combates siguieron y siguieron, y las tentativas sobre el mercado dieron sus frutos. En una emboscada de la caballería perecieron quinientos guerreros mexicas, y entre ellos, importantes capitanes. Aquello provocó que ya nunca volvieran a perseguir a los españoles en sus retiradas. Y en la laguna, las canoas se replegaron definitivamente. Las  otras ciudades del lago, los últimos aliados, se entregaron a Cortés. Los castellanos comenzaron a demoler los edificios de las zonas en las que entraban, arrasando la que, según las propias palabras del conquistador, era la ciudad más hermosa del mundo. Una ciudad en la que los cadáveres se amontonaban, el hambre era terrible y hasta los supervivientes que  ya casi no tenían fuerzas, rogaban a los españoles que atacasen y los matasen para acabar con todo aquello. Pero sin rendirse.  Se burlaban de los españoles.  Hasta que solo quedó resistencia en uno de los barrios, en el que los mexicas se hacinaban, caminando por encima de sus muertos, languideciendo en el suelo, aguardando un último combate.
Llevada la resistencia hasta el límite humano, Cuauhtémoc rindió a su pueblo y se entregó a  Cortés. Se acercó en una canoa a uno de los bergantines, y allí se dio a conocer. Su aspecto no era el del joven de dieciocho años que era. Parecía un anciano. Sólo su dignidad había podido conservar. Lo llevaron ante Cortés, y a través de los traductores le dijo que había cumplido con su obligación de resistir hasta el final. En una de las escenas más terribles y apabullantes de toda esta historia, Cuauhtémoc, débil y tambaleante, pero resuelto, señaló el puñal que colgaba de la cintura de Cortés y le pidió que acabara con su vida.

Allí terminó el imperio de los aztecas y nació Nueva España. Un nuevo mundo. Un mundo mestizo, como el hijo de Cortés y doña Marina. Un mundo  que aun habría de conocer muchos prodigios. Desde allí, nuevas expediciones serían enviadas hacia Yucatán y más al sur, hacia el territorio maya, y hacia el pacífico y el país de los tarascos. Toda aquella tierra quedó sometida  a la corona de Castilla, y por tanto al emperador Carlos. Cortés se hizo Capitán General de la Nueva España, y regresó rico a la península. Hubo más gobernadores primero y luego virreyes. Algunos enviados desde la península. Otros, indígenas cristianizados y bautizados, educados entre dos mundos. El emperador pidió conocer a sus nuevos súbditos, y fue entonces cuando se recopilaron los principales códices aztecas, realizados por artistas locales y glosados por frailes para explicar las bellas imágenes por ellos realizadas. SE abrieron universidades y se estudiaron las lenguas indígenas, sobre todo el náhuatl, que fue bien comprendido y utilizado por los frailes enviados a evangelizar.
Un nuevo mundo
Cortés se convirtió en leyenda, como también lo hicieron doña Marina, Alvarado, Gonzalo de Sandoval, Bernal Díaz,   Moctezuma y Cuauhtémoc, y los mexicas, y los tlascaltecas. Los templos antiguos fueron transformados en iglesias y los dioses antiguos, olvidados. Y aquel continente fue dado al mundo con sus prodigios y sus riquezas, que de mano del imperio español fueron llevados por casi todo el mundo y cambiaron la vida de millones de personas. No solo oro. El oro fue pronto malgastado por los reyes en sus guerras entre parientes. Hablamos de riquezas aparentemente humildes, pero que sin duda cambiaron la historia,  como el cacao, el maíz, el tomate, la patata, que tantas vidas salvaron.
Ha sido mucho lo que se ha escrito sobre Cortés y sus actos, pero pocos son los que han leído realmente su relato, o el de sus hombres, como Bernal Díaz. En sus páginas podremos encontrar, además de los actos de valor de unos y otros, el asombro y la admiración que aquellos pueblos les causaron. No encontraremos jamás una mala palabra o un desprecio.  Más bien al contrario: veremos asombro, admiración y respeto. Y sobre todo, como siempre debemos hacer, podremos juzgar por nosotros mismos.

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