Termina la carta, suspira, se levanta y da unos pasos para estirar las piernas. Aun le duelen las heridas, pero se dedica a observar a sus laboriosos soldados. Sonríe. Otros habrían abandonado. Otros, no él. Él contempla complacido cómo construyen su arma secreta. La que le dará la victoria.
Carga final en Otumba |
La
carga de los mexicas fue brutal. Se lanzaron una y otra vez contra las
posiciones de Cortés, y sólo la desesperación les dio fuerzas para sostener
acometida tras acometida. Todo fue muy confuso. Los mexicas empuñaban espadas
de acero de los caídos en la Noche Triste. Se agotó la pólvora y se dispararon
todos los virotes, y los guerreros de espada y rodela hicieron todo lo que
pudieron. Pero veían aterrados que cuando alguno de sus compañeros caía herido
o simplemente, de agotamiento, sus enemigos no los mataban, sino que los
arrastraban vivos hasta su retaguarda. Todos sabían lo que iba a pasarles, y
ninguno quería bajar los brazos y rendirse. No quedaba sino morir peleando.
Nadie
sabe muy bien cómo ocurrió, pero mientras el frente combatía, un escuadrón de
caballería se abrió paso y quedó frente
al general enemigo, sentado en su palanquín, con muchos estandartes y señas, y
despidiéndose unos de otros, se lanzaron en una carga suicida, tal vez la última,
contra él. Sólo uno de ellos consiguió sobrepasar a los guardias del general, y
llegándose junto a él, lo atravesó con su lanza, lo que provocó el pánico entre
los mexicas y sus aliados, y huyeron.
Así,
maltrecho pero no muerto, regresaron a Tlaxtaca. Desde Veracruz le instaban a
regresar a la costa y aguardar refuerzos, y sus hombres estaban más allá del
límite, pero Cortés sabía que si los tlaxcaltecas les ayudaban, no todo estaba
perdido. Sabía que los aztecas no tenían mucho que ofrecer a los pueblos que se
habían rebelado contra ellos al aliarse con los castellanos. Si se quedaba en
el Anáhuac, tenía la posibilidad de mantener su apoyo, protegerlos de posibles
represalias, reunir más hombres y asaltar Tenochtitlán. En su mente no era
imposible. Tenía un plan. Tal vez lo hubiera desarrollado mientras residía
junto a Moctezuma. Tal vez mientras huía y juraba para sí recuperar lo que
había perdido o morir en el intento. Así que se quedó en Tlaxcala, y puesto que
sus aliados eran fuertes y los mexicas necesitaban volver a someter a sus antiguos
aliados, se movió rápido. Contra todo pronóstico, su huida se convirtió en una
nueva ofensiva.
No se equivocaba Cortés. La Triple Alianza, a pesar de su victoria, se había quedado aislada. Su política exterior la había llevado a tener súbditos, no aliados, que una vez hubieron saboreado la libertad y vieron cómo los extranjeros los habían puesto en tantos apuros, y que aun así no habían sido derrotados, sino que habían vencido en Otumba. El nuevo Tlatoani envió emisarios a las ciudades más díscolas. Llevaron las cabezas de los caballos y los españoles que no salieron de Tenochtitlán aquella noche triste. Alardearon de su poder y les ordenaron someterse. Incluso les llegaron a ofrecer un año sin tributos a cambio de su participación en la muerte de los castellanos. Pero había un halo de debilidad en todo ello, y no cedieron a la diplomacia. Los mexicas tuvieron que organizar sus fuerzas y enviarlas a esas provincias que permanecían renuentes, que se resistían a volver a someterse, tal vez esperando que ocurriera algo… Justo entonces supieron que Cortés había vuelto a invadir el Anáhuac…
Su plan
requería el paso franco hasta la costa. No bien se hubo rehecho , al frente de
sus pocos soldados, los tlascaltecas y algunos españoles más de refresco que
habían llegado con algunos barcos perdidos, invadió la provincia de Tepeaca,
que era la entrada desde Veracruz hasta los territorios de la meseta. Fue un
ataque fulgurante e inesperado que le rindió enormes ventajas, pues en cuanto
su acción fue conocida, cuando aquellos pueblos que permanecían a la espera de
acontecimientos, recibieron la noticia y a los mensajeros tlascaltecas, fueron
a verle y a aliarse de nuevo con él, o a pedir perdón por haberles combatido y
solicitar ponerse a sus órdenes. Y con el camino a la costa bien protegido, y
una nueva ciudad fundada para asegurarlo, bautizada Segura de la Frontera,
Cortés reveló el resto de su plan: para tomar la ciudad del lago construiría
barcos. Trece bergantines. Concebidos además para poder ser desmontados,
transportados desde Tlaxcala hasta el lago, y allí, ser debidamente
ensamblados. Cada una de las embarcaciones podría llevar más de treinta
hombres, artillería, tiros, ballesteros y escopeteros. Con esos barcos podría
proteger los accesos a las carreteras, por donde los caballos y soldados eran
vulnerables a las canoas aztecas. Podría presentar batalla naval e incluso
entrar en la ciudad con ellos por las vías de agua.
Y aun
ocurrió algo más. Una espada invisible… La maldición de los dioses… La viruela.
Aquellos que entraron en contacto con los españoles se contagiaron y propagaron
la enfermedad por una población que jamás había estado en contacto con aquel
virus. Era como si los dioses los estuvieran castigando por haberlos expulsado
de Tenochtitlán. Hay numerosos testimonios gráficos en los códices mostrando
las terribles secuelas de la viruela en sus cuerpos. Los que no murieron,
quedaron marcados, tullidos o ciegos para el resto de su vida.
Las
acciones del capitán desde ese momento, y hasta que sus barcos estuvieron
listos, se dirigieron a atacar a los pocos aliados que quedaba a los mexicas,
ya fuera directamente, ya fuera peleando contra ellos en defensa de sus propios
aliados. Se dedicó a socavar, en resumen, el poder de la Triple Alianza y de
Tenochtitlán, pues sin los tributos y el abandono de sus aliados se enfrentaba
también a otro mal: el desabastecimiento. El comercio prácticamente
desapareció, y el Gran Mercado no podía suministrar alimento a su población.
Esto los debilitó aun más, y los expuso a las enfermedades con más virulencia
que al resto. El hambre se convirtió en
otra arma para los españoles. Los aztecas sacaron a sus tropas para someter a
sus vecinos, para saquearlos, o para eliminar recursos para Cortés. Estas son
las tropas que el cpaitán, en su campaña de aproximación a Tenochtitlán, va
encontrando. Tropas que no se dirigen hacia él, sino hacia sus anteriores
dominos, ya en franca rebeldía contra ellos, y acogidos a la protección del
emperador Carlos que representaba Cortés.
Mientras,
él va atacando y descendiendo hacia el lago con la idea de conquistar toda la
orilla, cortar el abastecimiento de la ciudad, ya de por sí exiguo, y rendirlos
por hambre. Tras tomar Tezcoco, hace
llamar a los barcos. Una larga expedición con miles de porteadores comienza un
lento descenso hasta allí, mientras se excava un canal en el que poder
ensamblar las naves y entrarlas por él a la laguna.
Fue en
esos días de preparativos finales cuando Cortés intentó por última vez conseguir una rendición pacífica. Cuenta en
sus cartas que se llegó por la calzada de Tacuba hasta la primera de las
albarradas, y allí pidió que viniera el nuevo Tlatoani. Estos le contestaron
que se le quedaba grande. Que tenían nobleza suficiente, cualquiera de ellos,
para tratar con él. Cortés tuvo que
ceder, y les recordó que pronto se quedarían sin alimento, que se rindieran.
Los guerreros se rieron de él, y le dijeron que se alimentarían de españoles y tlascaltecas. Uno
de ellos le arrojó una torta de maíz con desprecio, invitándole a comer en su
lugar, pues ellos no tenían necesidad.
Él no lo sabía, pero el sucesor de Moctezuma murió
de viruela. El nuevo Huey Tlatoani, el que sería el último de su estirpe, era un joven valeroso y orgulloso, llamado
Cuauhtémoc. De las proezas de su pueblo que se verían en los meses
siguientes, que fueron muchas y muy
notables, él fue el responsable. Dio fuerzas a su pueblo más allá del límite
humano. Aun no sabían los castellanos realmente a qué iban a enfrentarse.
Con
los barcos ya ensamblados y sus tropas y capitanes repartidos por las calzadas
(Tacuba, Tezcoco, Iztapalapa y Chapultepec), entraron los barcos en la laguna y
se enfrentaron a su primera batalla con las canoas aztecas, que se vieron
sorprendidas y tuvieron que regresar a la protección de la ciudad. Mientras,
por tierra, comenzó el primer asalto del trágico asedio de Tenochtitlán.
La estrategia de Cortés consistía
en avanzar por las calzadas e ir ganando
puentes, rellenar los huecos y demoler las barricadas. La infantería avanzaría
por las calzadas, con los zapadores detrás. Mientras, los bergantines protegían
los flancos de la calzada y mantenían las canoas alejadas. Por la tarde, la
caballería protegería a las tropas que se retiraban, y darían media vuelta para
replegarse también. Por ello, mantener el terreno ganado en perfecto estado era
fundamental. Esta estrategia se aplicó
desde todas las calzadas que llegaban a Tenochtitlán. Incluso tuvieron que
abrir las calzadas para dejar pasar a los bergantines al otro lado, pues en los
primeros días todos quedaron del lado de la laguna dulce, y las canoas del otro
lado, el de la salada, apenas tuvieron oposición. Todos los capitanes españoles
tenían órdenes estrictas de no avanzar su campamento a nuevas posiciones, ni
entrar en la ciudad más allá de donde hubieran rellenado y acondicionado las
calzadas.
Por su parte, los mexicas
levantaban los puentes y mantenían defensas y barricadas para retrasar el
avance por la calzada. Desde las azoteas castigaban con dureza las entradas de
sus enemigos en la ciudad. Desde las canoas intentaron acosar las calzadas,
pero los bergantines las detuvieron y tuvieron que dedicarse a hostigar con
menos eficacia. Al caer la noche y retirarse los españoles, los perseguían
hasta que los caballos les caían encima, y tras la retirada de los invasores,
volvían a excavar los rellenos, a romper las calzadas, a asegurar el paso de
las calles de agua, y a esperar el nuevo ataque.
Fue una batalla disputada a espada, maza y rodela, pero
también a pico , azada y a espuerta de tierra.
Se batalló en cada calle, en cada puente, en cada paso. Los avances de
cada día desaparecían al día siguiente casi en su totalidad, y todo volvía a
empezar. Pero en uno de esos días Cortés avanzó hasta un cruce de la calzada en
la que se ensanchaba, y había torres ceremoniales, y fortificó el lugar para no
tener que retroceder a tierra, y preparó atraques para los bergantines.
La lucha en las calzadas era
terrible. Los caballos ocupaban todo el ancho y hacían duras cargas contra los
guerreros una vez las barricadas eran demolidas y los puentes rellenados.
Mientras, desde las calzadas de Tacuba e Iztapalapa llegaban informes similares.
Pedro de Alvarado cortó el acueducto de Chapultepec y cerró las pequeñas
calzadas que avanzaban de la orilla. Así cerró el lazo definitivamente sobre
Tenochtitlán. Pero aun así, los defensores no se rindieron. No flaquearon ni un
solo día. Por mucho que sus enemigos les hubieran entrado por las calzadas, a
la caída de la tarde perseguían a los castellanos y sus aliados con saña, y
solo los caballos impidieron que esas retiradas se convirtieran en una
carnicería. Los jinetes les tendieron emboscada tras emboscada, pero ellos
valoraban menos su vida que ver a sus enemigos dentro de su ciudad.
Alvarado había conseguido avanzar
hasta las proximidades del Gran Mercado de Tlatecolco, y sus hombres le
animaban a tomarlo y establecer allí el campamento, pues era peonoso avanzar
una y otra vez para retroceder cada noche hasta la orilla del lago. A pesar de sus instrucciones, uno de los días
se dejó llevar y avanzó demasiado, sin dar tiempo a su retaguardia para
rellenar los huecos de la calzada. Los mexicas se percataron y se revolvieron.
Cuando le hicieron retroceder, sin poder recibir ayuda de la caballería, muchos
murieron o fueron apresados, y aquella tarde fueron sacrificados en los templos.
Cortés fue informado y a pesar de su enfado, fue a inspeccionar las posiciones
y vio mucha ventaja en lo hecho por Alvarado. Acordaron realizar un ataque
desde el lugar de Cortés para aflojar la defensa del mercado, y entonces que
Alvarado lanzara otro ataque. Pero también perdió el control de sus tropas, que
avanzaron sin rellenar adecuadamente, y en su retirada quedaron empantanados,
y cuando los mexicas les cayeron encima,
hasta Cortés tuvo que batirse por su vida, que a punto estuvo todo de perderse
en aquel lugar, de no haber sido por su guardia personal, de la que muchos
perdieron la vida para que él pudiera huir por la calzada. Los que fueron
capturados murieron sacrificados, y sus corazones fueron entregados a los
dioses, y hubo muchos cantos de victoria y sahumerios en las pirámides.
Cuauhtémoc debió de dirigir aquellas
ceremonias.
Aquel revés fue tan duro que
durante unos días, los españoles aflojaron la presión. Fue entonces cuando un
capitán tlascalteca, Chichicatecl, dirigió una nueva ofensiva. Tendió una
astuta trampa los mexicas en uno de los puentes. Una vez lo cruzó, emboscó a
cuatrocientos arqueros. Penetró por las calles y retrocedió hasta el puente, y
se tiraron al agua. Entonces los arqueros se cebaron sobre sus perseguidores,
que sufrieron un gran descalabro.
Los combates siguieron y
siguieron, y las tentativas sobre el mercado dieron sus frutos. En una
emboscada de la caballería perecieron quinientos guerreros mexicas, y entre
ellos, importantes capitanes. Aquello provocó que ya nunca volvieran a
perseguir a los españoles en sus retiradas. Y en la laguna, las canoas se
replegaron definitivamente. Las otras
ciudades del lago, los últimos aliados, se entregaron a Cortés. Los castellanos
comenzaron a demoler los edificios de las zonas en las que entraban, arrasando
la que, según las propias palabras del conquistador, era la ciudad más hermosa
del mundo. Una ciudad en la que los cadáveres se amontonaban, el hambre era
terrible y hasta los supervivientes que
ya casi no tenían fuerzas, rogaban a los españoles que atacasen y los
matasen para acabar con todo aquello. Pero sin rendirse. Se burlaban de los españoles. Hasta que solo quedó resistencia en uno de los
barrios, en el que los mexicas se hacinaban, caminando por encima de sus
muertos, languideciendo en el suelo, aguardando un último combate.
Llevada la resistencia hasta el
límite humano, Cuauhtémoc rindió a su pueblo y se entregó a Cortés. Se acercó en una canoa a uno de los
bergantines, y allí se dio a conocer. Su aspecto no era el del joven de
dieciocho años que era. Parecía un anciano. Sólo su dignidad había podido
conservar. Lo llevaron ante Cortés, y a través de los traductores le dijo que
había cumplido con su obligación de resistir hasta el final. En una de las
escenas más terribles y apabullantes de toda esta historia, Cuauhtémoc, débil y
tambaleante, pero resuelto, señaló el puñal que colgaba de la cintura de Cortés
y le pidió que acabara con su vida.
Allí terminó el imperio de los
aztecas y nació Nueva España. Un nuevo mundo. Un mundo mestizo, como el hijo de
Cortés y doña Marina. Un mundo que aun
habría de conocer muchos prodigios. Desde allí, nuevas expediciones serían
enviadas hacia Yucatán y más al sur, hacia el territorio maya, y hacia el
pacífico y el país de los tarascos. Toda aquella tierra quedó sometida a la corona de Castilla, y por tanto al
emperador Carlos. Cortés se hizo Capitán General de la Nueva España, y regresó
rico a la península. Hubo más gobernadores primero y luego virreyes. Algunos
enviados desde la península. Otros, indígenas cristianizados y bautizados,
educados entre dos mundos. El emperador pidió conocer a sus nuevos súbditos, y
fue entonces cuando se recopilaron los principales códices aztecas, realizados
por artistas locales y glosados por frailes para explicar las bellas imágenes
por ellos realizadas. SE abrieron universidades y se estudiaron las lenguas
indígenas, sobre todo el náhuatl, que fue bien comprendido y utilizado por los
frailes enviados a evangelizar.
Un nuevo mundo |
Cortés se convirtió en leyenda,
como también lo hicieron doña Marina, Alvarado, Gonzalo de Sandoval, Bernal
Díaz, Moctezuma y Cuauhtémoc, y los
mexicas, y los tlascaltecas. Los templos antiguos fueron transformados en
iglesias y los dioses antiguos, olvidados. Y aquel continente fue dado al mundo
con sus prodigios y sus riquezas, que de mano del imperio español fueron
llevados por casi todo el mundo y cambiaron la vida de millones de personas. No
solo oro. El oro fue pronto malgastado por los reyes en sus guerras entre
parientes. Hablamos de riquezas aparentemente humildes, pero que sin duda cambiaron
la historia, como el cacao, el maíz, el
tomate, la patata, que tantas vidas salvaron.
Ha sido mucho lo que se ha
escrito sobre Cortés y sus actos, pero pocos son los que han leído realmente su
relato, o el de sus hombres, como Bernal Díaz. En sus páginas podremos
encontrar, además de los actos de valor de unos y otros, el asombro y la
admiración que aquellos pueblos les causaron. No encontraremos jamás una mala
palabra o un desprecio. Más bien al
contrario: veremos asombro, admiración y respeto. Y sobre todo, como siempre
debemos hacer, podremos juzgar por nosotros mismos.
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