Desde el norte, los invasores germanos habían cruzado el Rin y se habían apoderado de la Galia, estableciendo sus propios reinos. Ahora, había un rey franco que gobernaba, aunque no era reconocido oficialmente por el emperador romano.
Los visigodos habían sido empujados desde el este hacia el oeste, y habían atravesado impunemente el imperio, apoderándose de las tierras al norte y al sur de los Pirineos.
El imperio en el siglo V. Fuente: LBV |
Pero el peor de todos aquellos enemigos era el enorme imperio que habían formado unos orientales que habían llegado a caballo, y que desde sus tierras al otro lado del Danubio, atravesaban las tierras del imperio romano de Oriente robando, saqueando y estableciendo tributos que estaban asfixiando los ya exiguos recursos del emperador oriental. Los hunos, gobernados por Atila, que desde su centro de poder, Tigas, la ciudad de las llanuras, podía jugar a decidir el destino de toda Europa. Había subyugado a los germanos del este, ostrogodos y gépidos, que ahora le obedecían sin rechistar. Hasta el emperador occidental se vio obligado a establecer relaciones diplomáticas con Atila, y Tigas era visitada frecuente por los embajadores romanos, tanto de occidente como de oriente. Uno de aquellos embajadores de occidente era el general Flavio Aecio.
Aecio era un romano de su tiempo, con todo lo que implicaba aquello. En su vida había conocido tanto lo que quedaba de la vieja Roma como los nuevos poderes que surgían de entre los germanos, y sus nuevos reinos. Con todos ellos era capaz de hablar en sus distintas lenguas, y hasta se ganó la confianza de Atila, que llegó a desarrollar cierta amistad personal.
Muchos dicen que todo empezó por una mujer: Honoria, la hermana del emperador Valeriano III, señor del Imperio Romano de Occidente. Honoria había sido obligada a casarse contra su voluntad con un senador romano, y a los pocos años de angustioso matrimonio, enfurecida y desesperada, sólo encontró una solución. Envió un mensaje a Tigas, a Atila, rey de los hunos, prometiéndole matrimonio y una extensa dote en forma de tierras si la rescataba de la vida que llevaba hasta ese momento.
Atila, que llevaba un tiempo sopesando y midiendo el poder del Imperio Romano de Occidente, así como a los francos y visigodos que se habían apoderado de sus tierras, no tardó en decidirse a actuar: reclamó a Honoria como esposa, y a toda la Galia como dote. Luego, reunió sus ejércitos de arqueros a caballo hunos, y sus aliados ostrogodos y gépidos, y se puso en marcha.
Cuando el desafío de Atila llegó a la corte de Valeriano, éste envió a Flavio Aecio con la orden de detener a Atila en sus pretensiones. Porque, si Atila se apoderaba de la Galia y subyugaba a los germanos francos y visigodos, Italia sería lo único que le quedaría por conquistar, y sin más apoyos, perecería irremediablemente. Aecio reunió las pocas tropas romanas que pudo antes de marchar al norte: básicamente, auxiliares no profesionales. Roma no podía reunir las legiones de antaño. Los soldados que siguieron a Aecio eran ciudadanos, campesinos y artesanos, mal equipados y con precaria formación militar. Sin embargo, Aecio consiguió infundir en ellos el valor suficiente para enfrentarse al más poderoso enemigo de Roma.
Honoria. Fuente. Wikipedia |
Sin embargo, Aecio sabía que no serían suficientes. Tenía muy claro que necesitaba la ayuda de otros enemigos de Roma: los reinos visigodo y franco, los únicos con poder militar efectivo, con fieros soldados, que Aecio conocía bien por haber luchado junto a él como federados. Por ello, es astuto Aecio se dirigió a la corte e Teodorico, rey visigodo del reino de Tolosa, para convencerle de que se aliara con él contra los hunos. Se dice que cuando Teodorico vio la ruina de ejército que comandaba Aecio, decidió que sería más seguro quedarse en casa y esperar a Atila en sus propias tierras. Sin embargo, Aecio no se rindió fácilmente. Buscó apoyo en un consejero de Teodorico, Avio, que finalmente convenció a Teodorico. Luego, Aecio y Teodorico marcharon hacia los francos. Como estaban en el camino de Atila, Meroveo, rey de los francos, fue más fácil de convencer. Además, Avio consiguió atraer también a las tribus alanas que en aquel momento se habían asentado entre los francos y los visigodos. Finalmente, toda aquella última alianza se puso en marcha para interceptar a Atila. Aecio, desde una colina, vio pasar todo el ejército hacia el norte, pensando que aquél era el último poder militar que quedaba en occidente. Si aquella precaria alianza fracasaba, si la Galia caía, nada evitaría que Roma también desapareciera bajo las pezuñas de los caballos hunos. En aquel momento, un trueno retumbó a lo lejos, la brisa arreció y una fina lluvia comenzó a caer. Aecio se arrebujó en su capa y espoleó su caballo para unirse a la marcha.
Para entonces, Atila y sus germanos ya recorrían el norte de la Galia a sus anchas. Habían aprendido técnicas de asedio anteriormente, y habían asediado y saqueado Tournai, Cambrai, Amiens, Beuvais, Colonia, Mains, Traer, Metz y Reims. Lutecia (París) se había salvado in extremis, y ahora, Atila había concentrado sus tropas para asediar Aurelianum (Orleáns), ciudad fortificada que cerraba el paso del río Loira.
Se dice que los hunos ya estaban sobre las murallas Orleáns cuando el ejército de Aecio apareció en el horizonte. Atila fue avisado, y maldiciendo ordenó una rápida retirada. No lo quedó más remedio, pues no quería ser atrapado contra los muros de Orleáns, sin poder aprovechar su principal fuerza, la movilidad de sus hunos. De modo que a toda prisa, el ejército de Atila se replegó hacia el norte, a una llanura conocida como Campos Catalúnicos, o Chalons. Estableció una precaria fortificación para su campamento mediante la disposición de las carretas, y esperó la llegada de Aecio.
Éste se lanzó desde Orleáns en una rápida persecución tras Atila, y finalmente, el 19 de Junio del 451, llegó al extremo sur de los Campos Catalúnicos, donde los hunos le cortaban el paso. Aecio maldijo la astucia de Atila. En una llanura prácticamente plana, Atila podría usar mejor sus tropas montadas. Únicamente había una escarpada colina quedaba a la izquierda de los romanos, más cerca de sus líneas. La noche cayó, y ambos ejércitos se retiraron a sus campamentos.
La nubosa mañana del 20 de Junio, Aecio se reunió con sus aliados. Decidió que los romanos se quedarían en el flanco izquierdo, más a la izquierda incluso que la colina, que quedó así en el centro-izquierda de la línea de la alianza. En el centro, Aecio desplegó a sus alanos, ya que no se fiaba completamente de su lealtad o voluntad de resistir, y al menos, si huían, no dejarán los flancos del ejército expuestos. A las espaldas de los alanos se situaron los francos de Meroveo. Los alanos ni siquiera podrían huir, pues su camino estaba bloqueado por los francos. Finalmente, los visigodos de Teodorico protegerían el flanco derecho.
Atila, simultáneamente, organizó su frente. A su derecha, frente a los romanos, situó a los gépidos y vándalos. Sus hunos, sus mejores tropas, los situó en el centro, frente a alanos y francos. A su izquierda situó a los ostrogodos, que sentían una especial animadversión hacia los visigodos. En aquel momento, el número total de guerreros se aproximaba a los quinientos mil. Sería una terrible batalla.
Aecio se dirigió a sus hombres. El viento, que agitaba el penacho de su casco y hacía bailar su capa, se llevó aquellas palabras que nadie recuerda, pero cuando habló a sus tropas, los últimos romanos, despertó algo en los corazones de aquellos atemorizados hombres, y al terminar, un grito se elevó al unísono entre sus filas, y comenzaron a marchar a paso ligero, como si fueran de nuevo el mejor ejército del mundo, guiados por él, acompañados por los espíritus de los mejores guerreros de la Antigüedad, a ocupar la colina que estaba frente a ellos. Teodorico, por su parte, en el flanco derecho, envió a su hijo, el príncipe Turismund con una avanzadilla, a avanzar más hacia la derecha aun, para desbordar por ahí a los ostrogodos si éstos se lanzaban contra el grueso de los visigodos.
Mientras, Atila lanzó directamente a todos sus efectivos a la carga. Despreciando a los romanos, había dicho a sus hombres que sólo encontrarían rivales a su altura entre los aliados germanos de Aecio. Ni siquiera se molestó en comenzar a hostigar las líneas enemigas. Sus órdenes fueron lanzar un ataque total en todo el frente, y decenas de miles de caballos se lanzaron a un galope salvaje, que hizo temblar toda la llanura.
Los ostrogodos fueron los primeros en estrellarse contra los visigodos. En un terrible choque, las caballerías pesadas de ambos bandos se trabaron en un terrible y sangriento combate. Los soldados a pie, por su parte, chillando y golpeando sus escudos, se lanzaron también unos contra otros. De alguna manera, dejaron de ser hombres para transformarse en bestias que se despedazaban unos a otros, llenando el aire con el sonido del acero contra el acero, de gritos, de huesos rotos a golpes y gritos de agonía ahogados en sangre. Y a la cabeza de sus caballeros, Teodorico, ya rota su lanza, segaba con su espada la vida de los enemigos ostrogodos adentrándose más y más en sus filas.
Hunos y gépidos se lanzaron también contra el centro y la izquierda de los romanos. Los alanos se llevaron la peor parte, y los jinetes hunos no tardaron en ponerlos en desbandada, perseguidos y asaeteados por los excelentes arqueros a caballo de Atila. Entonces, la persecución llegó hasta las líneas de los francos de Meroveo, que se lanzaron al combate con fiereza, frescos y descansados, trabando a los hunos.
La confusa batalla. Fuente. Menofthewest. |
En el flanco izquierdo romano, el resto de los hunos y los gépidos se lanzaron al galope a tomar la colina, pero Aecio se les había adelantado y había tomado la posición predominante. Ordenó a sus soldados que mantuvieran la línea y aguardaran a que aquellos fieros enemigos llegaran al final de la pendiente, que no se lanzaran al combate todavía. Y los enemigos comenzaron a llegar, pero las órdenes de Aecio comenzaron a dar su fruto. Los jinetes enemigos fueron perdiendo su ímpetu inicial conforme ascendiendo, y no pocos caballos resbalaron y cayeron, empujando a otros en su caída. Los que fueron llegando a las líneas romanas no formaban un frente cohesionado, sino grupos desordenados, que los soldados romanos despacharon sin mucha dificultad, con disparos de jabalinas. Entonces, los hunos que no habían terminado de ascender recibieron la orden de desmontar, y así, renunciaron a su principal ventaja. Echaron el pie en tierra, y comenzaron a ascender disparando sus arcos. Los gépidos marchaban a su lado, pero tanto los jinetes que desmontaron como la infantería, pesadamente equipada, tenía también muchas dificultades para seguir subiendo. Aecio recorría su línea manteniendo la disciplina. Siguió manteniendo sus tropas sobre la colina, aguardando a que más hunos se agolparan al pie de la misma, y que siguieran ascendiendo con tantas dificultades. Si lanzaba sus tropas a una carga, sólo tendría una oportunidad, y no quería desaprovecharla.
Los generales hunos informaron de los problemas que tenían en la colina dominada por Aecio, pero Atila les ordenó que no retrocedieran, que tomaran la posición a cualquier precio.
En el flanco derecho de los romanos, los visigodos se impusieron tras los sangrientos combates, y los ostrogodos comenzaron a retroceder. Fue entonces, cuando, en el frenesí de la persecución, Teodorico se lanzó al galope tras sus enemigos, seguido a duras penas por su escolta. Pero en ese momento, de entre los ostrogodos apareció la figura de Andag, un noble que intentaba contener a sus guerreros y reagruparlos. Viéndose impotente para conseguirlo, Andag giró su caballo y galopando hacia los visigodos, divisó su rey al frente, segando la vida de sus guerreros. Tomando su lanza, gritó: “¡Theodorik!”. Entonces, espoleó su caballo hacia el rey visigodo. Éste, habiéndole visto, le apuntó con su espada y también se lanzó al combate. Los siguientes segundos fueron angustiosos para su escolta, que no logró alcanzar a su rey a tiempo. Andag, el ostrogodo, cuyo pueblo había aprendido el arte de la caballería de guerra de manos de los sármatas, blandió su contos y, aprovechando su mayor alcance, desvió su caballo en el último momento, girando la lanza hacia el pecho de Teodorico. El rey no tuvo tiempo para esquivar el golpe, y con un terrible grito de dolor, la lanza de Andag chasqueó y se rompió. Teodorico, con toda la punta del contos clavada en su cuerpo, desequilibró a su caballo que cayó y rodó, aplastando al rey bajo su peso. Andag volvió grupas y huyó cuando la escolta del rey llegaba hasta él, maldiciéndolos.
El mayordomo del rey desmontó y corrió hacia Teodorico. Su cuerpo estaba machacado, pero el rey todavía luchaba por vivir. Respiraba con estertores, semiahogado por su propia sangre, y la vida le abandonaba. Cuando vio a su mayordomo, tomó la espada real, y encomendándosela, susurró su última palabra: “¡Turismund!”. Luego murió.
Muerte de Theodorik. Angus Mcbride para Osprey |
El mayordomo del rey abrazó la espada, y montando de nuevo, se lanzó a la busca del príncipe Turismund, en el extremo derecho de las posiciones visigodas.
“¡El rey ha muerto! ¡El rey ha muerto!”. La noticia se extendió rápidamente entre los visigodos y también entre los ostrogodos, que, entonces, consiguieron reagruparse, pues el empuje visigodo pareció flaquear. Turismund se encontraba dirigiendo un contraataque contre los ostrogodos cuando el mayordo le localizó, y con lágrimas en los ojos, le entregó la espada de su padre. Turismund, embargado por el dolor, no reaccionó al principio, pero pronto los nobles se reconocieron como el nuevo rey. Los ostrogodos se habían reagrupado y avanzaban de nuevo contra los visigodos, pero Turismund se puso al frente de las líneas. Entonó el canto fúnebre por su padre, y éste se extendió por entre los visigodos, y aquel canto se transformó, con el ritmo del paso de los soldados y caballeros, en un grito ensordecedor que los visigodos lanzaron mientras se lanzaban de nuevo a la carga, invocando el nombre de Teodorico y Turismund. El combate se reinició, tan sangriento como al comienzo de la batalla.
Las horas seguían transcurriendo, y mientras, en el flanco izquierdo, hunos y gépidos seguían subiendo por la ladera, tropezando con los cadáveres de caballos y guerreros que habían muerto ya. Cuando Aecio estimó que había suficientes enemigos, lanzó a sus tropas colina abajo. El nombre de Roma y de sus fundadores era invocado por aquellos humildes soldados, que como una marea inexorable, cargaron ordenadamente contra sus enemigos, segando sus vidas sin que nada pudiera pararlos.
Y Atila lo vio. Incapaz de romper el frente franco, a pesar del gran daño que les estaban infligiendo a las tropas de Meroveo, Atila se vio de repente bloqueado en el centro, y con sus dos flancos retrocediendo y sufriendo numerosas bajas. Y un pensamiento cruzó su mente como un relámpago, llenándole al mismo tiempo de miedo y rabia. Estaba siendo derrotado.
Cuando las tropas rechazadas de la colina huyeron, y los ostrogodos flaquearon también empujados por los visigodos, atravesando parte del centro donde Atila dirigía el ataque, no le quedó más remedio que ordenar la retirada total. Los rápidos hunos volvieron grupas y cabalgaron hacia su campamento. Ya estaba próximo el ocaso, cuando Atila irrumpió en su propia tienda. Estaba fuera de sí, y desesperado. Dio órdenes a sus sirvientes de que prepararan una pira. Si sus enemigos llegaban hasta el campamento, no le cogerían vivo.
Mientras, Aecio, Meroveo y Turismund convergieron en el centro, y entonces, Aecio tuvo que actuar rápidamente, tomando una de las decisiones más trascendentales de su vida: Turismund quería lanzar a sus visigodos a la persecución de Atila antes de que cayera la noche. Aecio sabía que si hacía eso, Atila sería eliminado, y su imperio se desestructuraría rápidamente. Si se eliminaba a la principal amenaza oriental, ¿quién podría entonces detener a los visigodos? Con la supervivencia de Roma como principal preocupación, Aecio jugó sus cartas brillantemente, y convenció a Turismund para que no continuara la persecución. De esta manera, los hunos pudieron retirarse. Atila volvió a sus dominios rápidamente, sin terminar de entender lo que había pasado.
La batalla de los Campos Catalaúnicos fue terriblemente sangrienta. Durante siglos, los campesinos de aquellas tierras contaron la leyenda de una gran batalla en la que perecieron miles de guerreros, que cada noche volvían a la vida para seguir luchando, una y otra vez. De vez en cuando, al arar las tierras, aparecían esqueletos, armaduras y armas oxidadas que mantenían con vida aquella leyenda.
25 años más tarde, Roma caería para siempre, pero aquel día en aquella llanura, se ganó ese cuarto de siglo más de vida para la civilización que había gobernado el mundo durante siglos.
CAMPOS CATALAÚNICOS PARA DBA.
Esta batalla es perfecta para jugarla tanto en DBA normal como en BBDBA.
Para jugarla en DBA normal, harán falta las listas II/83, romanos patricios, opción occidental, y la lista II/80, Hunos, opción a.
La lista romana ya lleva las tropas para representar a francos, alanos y visigodos. La Kn/Cv general y los Aux representan a los romanos. La LH representa a los alanos. Las Wb y Ps representan a los francos y los Kn y Bd restantes, a los visigodos.
La lista huna también lleva tanto tropas hunas como Wb y Kn ostrogodos y gépidos.
No creo que hagan falta reglas adicionales, salvo, si se desea, que la victoria se obtenga tras matar 6 peanas enemigas, no 4, para representar la dureza de esta batalla.
La escenografía debe incluir una colina escarpada lo más grande posible en un lado del campo de batalla, y luego, el mínimo de escenografía posible, teniendo en cuenta que se juega en territorio franco (como si los francos fueran defensores). Los atacantes serán los hunos.
Chalons, según DBA. Fuente. Heretical wargaming |
Aunque si os reunís los suficientes, la batalla es perfecta para un BBDBA, con tres ejércitos por bando: II/83 Patricios, II/82 visigodos tardíos y II/72 francos tempranos para un bando, y II/80 hunos, II/71 gépidos, y II/67 ostrogodos para el otro.
¿500.000 Combatientes?
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