sábado, 10 de abril de 2021

II Guerra Médica. La batalla de las Termópilas

Diagrama de la batalla. Fuente: Mozaiz web
Saludos. Mientras la flota de Euribíades y Temístocles aguardaba en el Artemisio, Leónidas y sus Trescientos salieron de Esparta, tomando aliados de diversas polis del Peloponeso, como Orcómeno de la Arcadia. Cruzaron el istmo de Corinto y entraron en Beocia, reuniendo allí los últimos efectivos: cuatrocientos tebanos, tomados casi como rehenes, pues Tebas había entregado tierra y agua a los persas, y ochocientos tespieos. Eso era todo. Cinco mil hoplitas, la avanzadilla que debía ganar tiempo bloqueando a los persas en las Termópilas mientras el resto de contingentes griegos se organizaban y marchaban al norte.

                Difícilmente se hubiera podido encontrar un lugar mejor para la defensa que las Termópilas. En la estrecha franja entre las montañas de la Focidia y el estrecho de Eubea, el exiguo camino terrestre tenía, en su punto más reducido, el ancho justo para que pasara un único carro. En una antigua guerra entre los focenses y los tesalios, los primeros habían cerrado el paso con un muro y una puerta fortificada, no lejos de un manantial de aguas termales. De ahí el nombre del paso: las Puertas Calientes.

                Cuando llegaron, Leónidas ordenó reparar el muro. Distribuyeron el espacio y los turnos para proteger la fortificación. Cuando los persas llegaron, era el turno de los espartanos de aguardar fuera. Aquí se produjo una de las escenas más míticas.

                Pero el paso tenía una debilidad. Había un camino que rodeaba las Termópilas por las montañas, y daba acceso al otro extremo del paso. Fueron los propios focenses los que avisaron a los generales griegos. Pero Leónidas los tranquilizó, y tomó una sabia decisión: reservar sus mil hoplitas de la Focidia para proteger ese paso. Era su propio territorio.

                Se dijo que los persas establecieron su enorme campamento alejados del paso, dispuestos a descansar unos días, y enviaron entonces exploradores al paso. Uno de estos vio a los espartanos haciendo ejercicios, peinando sus cabellos, y, en resumen, aguardando despreocupadamente la lucha. Imagino que verían al explorador a caballo, lo comentarían entre chanzas, y lo ignorarían bastante. El jinete regresó entonces y contó ante Jerjes y su consejo lo que había visto.

                Hubo un rey vilipendiado en Esparta. Se llamó Demarato, de la casa de los Europóntidas. Sus disputas con el otro rey, Cleómenes, incitaron a este a urdir una trama de desprestigio que desembocó en una reclamación sobre su verdadero padre (que no tuvo hijos en sus dos primeros matrimonios, pero que se casó con la esposa de otro espartano y de la que se dijo que se casó ya embarazada de aquel). Las mentiras o las verdades de Cleómenes fueron oídas, Demarato fue desposeído del trono y maltratado por los partidarios de Cleómenes. Así, furioso, despechado, abandonó el Peloponeso con la firme intención de hacerles pagar por todo ello.  De esta manera llegó a la corte de Jerjes, y se convirtió en un leal asesor.

El explorador, por Steve Noon.

Demarato estaba en este consejo, y cuando Jerjes le consultó qué significaba aquella actitud, Demarato le explicó que los espartanos se disponían a luchar. Que tal era su costumbre, aguardar con relajo la batalla, ya que en su vida diaria el entrenamiento era continuo y que en campaña se veían liberados de tal carga, y decorar sus cabellos, pues por encima de todo, los espartanos no querían entregarse a la muerte sin el aspecto adecuado.

Jerjes y sus nobles persas no lo creyeron. Resistir al mayor ejército del mundo… Cuatro días más descansaron, mientras llegaban todos sus efectivos, y todos los días observaban a los griegos, que se turnaban para guardar el paso. Al final, se decidió a atacarlos, seleccionando para ello a los pueblos en los que más confiaba: los medos y los sacas.

Así se comenzaron al fin los enfrentamientos.

PRIMER DÍA

No cuenta Herodoto, pero sí Plutarco, que antes de combatir, los persas fueron a negociar con los espartanos, a proponerles que se rindieran y les entregaron las armas. La respuesta de Leónidas pasó a la posteridad: “¡Venid a cogerlas!”. Porque si estás con trescientos compañeros frente a un ejército de decenas de miles de hombres, y a una oferta de paz, respondes eso, entonces entras en la leyenda.

Monumento a Leónidas y sus 300. Fuente: Grecotour
Sí. Fueron Leónidas y sus Trescientos los que estaban frente al muro focense aquel día. No sin aprensión verían acercarse a las unidades enemigas, con sus músicos y sus estandartes. Los griegos entonarían el peán al Einalio, cerrarían escudos, y se dispondrían a aguantar. Porque tenían una ventaja: no había espacio. Las masas de soldados persas se estrecharon, se estorbaron y avanzaron con dificultad, taponándose unos a otros, mientras se acercaban. Así quedó desbaratada su ventaja, pues no podían formar sus escudos “spara” y protegerlos con los arqueros. Sin espacio, empujados por los que venían detrás, impactaron contra el muro de lanzas y escudos, y los espartanos comenzaron a trabajar como una picadora de carne. Con las primeras bajas entre los persas, sin espacio para retirar los cadáveres, los soldados del Rey se veían estorbados, y las lanzas griegas, más largas y que acometían una y otra vez, no tardaron en provocar el pánico. Pero no se podía retroceder. Más y más hombres avanzaban de manera implacable, empujando a los desgraciados de la vanguardia hacia los espartanos, que implacables, acababan con ellos sin muchas dificultades. Fue una carnicería, tanto más por cuánto tardaron los oficiales en percatarse de lo que ocurría allá adelante. Se retiraron a mediodía, y los espartanos aprovecharon para comer y recuperar fuerzas.

                Mucho tuvo que preocuparse Jerjes con lo que le dijeron sus generales. Tanto, que por la tarde decidió enviar los mejores guerreros que tenía, sus Inmortales. Un batallón de élite. 10.000 guerreros con el mejor equipo disponible. Dichos batallones corrieron al paso, dispuestos a acabar de un golpe con los griegos, más la historia de lo que pasó por la mañana volvió a repetirse. En el paso estrecho, tenían desventaja frente al equipo griego, y no podían usar sus arcos ni sus formaciones complejas. Simplemente podían atacar a los espartanos, que en tales condiciones, y tras una vida entera dedicado al oficio de las armas, tuvieron el combate que necesitaban. Si hubo una diferencia, fue la tenacidad de los persas. Su resistencia a reconocer la derrota. Los Inmortales aguantaron mucho más que los demás sin retirarse, y así, cuando lo hicieron, sus bajas alcanzaron un número terrorífico.

                Así acabó el primer día, y los griegos se retiraron a descansar, confiados en que sus planes iban bien. Que podían ganar.

 

SEGUNDO DÍA

Sin mejores ideas ni posibilidades, los persas enviaron de nuevo diversos contingentes de muchas naciones. Aquel día no lucharon los espartanos, sino el contingente al que le llegó el turno. Pero, avisados por Leónidas, y ya precavidos, la dramática escena se repitió. Cuenta Herodoto que los oficiales persas quedaron atrás, fustigando a sus tropas para que avanzaran y avanzaran sin detenerse, su única posibilidad. Pero con los muertos, el paso se taponaba, y las lanzas masacraban. Muchos cayeron al mar por el borde del camino. Muchos otros se arrastraban cuando fueron pisoteados por el resto de sus compañeros. Pero los griegos no cedían. La falange funcionó perfectamente, y en los leves descansos, se alternaban para reposar y recuperar fuerzas. A la caída de la tarde, sin ningún avance, Jerjes está desesperado.

                Pero he aquí que el destino jugó a su favor. Había un hombre, un focense, se dijo, llamado Epialtes. Deseoso de conseguir una mejor vida, y sabedor de que Jerjes era generoso con quien le ayudaba, reveló el secreto del camino que rodeaba las Termópilas. Era poco más que un camino de cabras, pero el Rey y sus generales no tardaron en darse cuenta de que era su única posibilidad. De modo que reunieron a los Inmortales que quedaban, y los mandaron aquella misma noche, guiados por Epialtes a cruzar el camino y rodear a los griegos.

De esta manera pasaría a la historia el infame Epialtes. Su nombre perduró, como el reverso de la gran gesta que estaba a punto de suceder. Pero los helenos no lo recordarían con orgullo, sino que lo maldecirían y escupirían al oír su nombre. Hubo recompensas, tras la guerra, por la cabeza de Epialtes. Pero eso no había ocurrido todavía, mientras, a oscuras, la tragedia se cernía sobre los defensores del paso.

Mientras, en el campamento de Leónidas, el adivino de la expedición, Megistias de Acarnania, estudió las entrañas de su última víctima, y a pesar del optimismo de los griegos, que desconocían que su sentencia estaba siendo firmada, habló circunspecto a Leónidas: “Mañana a la hora de la cena estaremos todos muertos”.

Mucha y pesada fue la carga que Leónidas llevaría en sus hombros. Se acostó, pero apenas durmió, mientras las palabras de una antigua profecía. Herodoto nos la transmitió:

Mirad, habitantes de la extensa Esparta,

o bien vuestra poderosa y eximia ciudad es arrasada por los descendientes de Perseo, o no lo es;

pero, en ese caso, la tierra de Lacedemón llorará la muerte de un rey de la estirpe de Heracles.

Pues al invasor no lo detendrá la fuerza de los toros o de los leones, ya que posee la fuerza de Zeus.

Proclamo, en fin, que no se detendrá hasta haber devorado a una u otro hasta los huesos


El ataque a la posición focense. Por Steve Noon.

Cuenta también Herodoto que los Inmortales y focenses se encontraron en el camino que rodeaba, casi por sorpresa, apenas la luz comenzaba a despuntar, antes de la salida del sol,  pues ningún bando esperaba encontrarse con el otro. Sin embargo, los persas eran soldados profesionales. Fueron los primeros en responder, y organizaron un primer asalto. Los focenses entraron en pánico y se retiraron ante el empuje de sus enemigos. Entonces, los persas vieron su oportunidad: mientras un destacamento mantenía aislados a los defensores, el resto pasó por el camino a toda prisa, comenzando así el descenso hacia el otro lado del monte y la retaguardia de Leónidas. Impotentes, los helenos no pudieron hacer nada, salvo enviar un valiente mensajero que con el riesgo de despeñarse en la oscuridad del nuboso amanecer, tuvo que descender por la cara menos accesible hasta el campamento de Leónidas.

Apenas había salido el sol, y los hombres ya preparaban los fuegos para el desayuno, cuando el mensajero llegó con la terrible noticia. Entonces se reunieron todos los estrategos, que insistieron en que debían abandonar la posición.

                Había una ley en Esparta que impedía a los hombres retirarse del combate. Al menos, la encontramos mencionada en Herodoto, pero no en Tucídides ni Jenofonte. Mas, aunque sí fuera, no se estableció tal ley pensando en un enfrentamiento tan desigual, y posiblemente no pesara tanto en las decisiones de Leónidas. Pero, imaginemos al rey. El más respetado de los presentes, sabía que si huían a toda prisa, la caballería persa cruzaría el paso y les daría alcance antes de que cayera el sol, y todo el ejército se perdería. Sumad a eso el peso de aquella extraña profecía de Delfos. Cómo de repente, todo cobró sentido en su mente. Así que levantó la mano, pidiendo silencio a todos, y manifestó la decisión que había tomado para sí y para sus hombres: quedarse a proteger el paso y así dar tiempo a los demás para retirarse con seguridad. Entonces, en el consejo, se hizo el silencio.


Las órdenes, por lo tanto, para los aliados peloponesios de los espartanos, eran regresar y plantear una última defensa en el istmo de Corinto. Sin embargo, Leónidas no había terminado. Se volvió a los tebanos, los señaló con el dedo, y les ordenó quedarse con él y compartir su destino.

El destino de los que se quedaban estaba sellado. Pero aun así, el general de los tespieos habló con el rey espartano, y le dijo que no pensaban abandonarlo. Y Leónidas, que no tenía más poder sobre ellos que el de su prestigio, les dio las gracias. Y uno más se quedó: Megistias, el adivino. A pesar de que Leónidas lo liberó de su servicio, pues de nada le servía un adivino cuando su muerte era segura, el bravo Megistias decidió quedarse y compartir destino con Leónidas. Así comenzó el tercer día.

 

TERCER DÍA

Jerjes había calculado cuánto tardarían sus tropas en rodear a Leónidas, pero no contaba, claro, con el retraso provocado por el combate en el camino contra la guarnición focense, de manera que cuando preparó sus tropas y las dirigió a la entrada de las Termópilas, los griegos todavía no estaban rodeados.

Leónidas ordena retirarse a las tropas. por H.M. Herget.

                Además, Leónidas le tenía preparada otra sorpresa. Consciente de la inutilidad de permanecer en el paso, decidió ofrecer, al menos un gran espectáculo. Como si hubiera dicho a los que se quedaron con él: “Vamos a morir, pero lo haremos a lo grande”. De manera que cuando las líneas persas se acercaban al paso, les llegó el canto al Einalio, el terrible peán de los dorios, y, de repente, vieron como por la entrada del paso salían los griegos, formaban, y cargaban contra ellos antes de saber qué les estaba pasando.

                Aquella última carga los pilló por sorpresa. Como un muro de bronce y acero, los griegos cayeron sobre ellos y atravesaron sus filas. Poco más de mil hombres contra decenas de miles, que no obstante tampoco podían ayudar a sus compañeros. Los primeros en recibir la carga cedieron y huyeron, y los griegos los persiguieron, según nos cuenta Herodoto, hasta las proximidades del campamento persa.

Aspecto actual del paso.
  Pero pasada la sorpresa inicial, los números persas comenzaron a pesar. Los griegos se detuvieron, formaron y resistieron durante mucho rato. Las lanzas se rompían, los escudos se hendían, y uno a uno, los griegos fueron cayendo. Allí, en el exterior, murió Leónidas, tras haberse comportado como un hombre valerosísimo. Entonces, todo el combate se convirtió en una inmensa pelea arrabalera por conseguir el cadáver del rey. Persas y medos por un lado, los Trescientos, los tespieos y los tebanos por otro, mordiendo, pateando y empujando, para recuperar el cuerpo del hombre que los había llevado a la inmortalidad. Tres veces lo perdieron los griegos, y tres veces lo recuperaron.

                Entonces, los vigías dieron la señal de que los Inmortales ya estaban al otro lado del paso, y los griegos decidieron entonces retirarse al interior, perseguidos por sus enemigos. Los que consiguieron llegar, se agruparon en una pequeña colina que había en un punto ancho del paso. Pero no todos cabían. Los tebanos quedaron junto a la pequeña elevación. Entonces, se presentaron los enemigos por ambos lados, y en la carga final, los tebanos arrojaron las armas y tendieron los brazos, rindiéndose a los persas entre gritos y maldiciones de sus compañeros. Y los persas tampoco reaccionaron bien, que llegaron a matar a algunos, y a aherrojar a los otros. De modo que sólo quedaron los defensores del montículo, quienes fueron cargados y masacrados por las flechas persas. Un exterminio, en el que ya no se pidió cuartel ni se ofreció, pues hasta al punto había llegado la ira de los persas, que, en contra de sus costumbres, como dice el propio padre de la Historia, no respetaron ni a los que habían luchado mejor. Los Trescientos, y los tespieos cayeron en aquella colina, y así terminó por fin la batalla. Herodoto rescató los nombres de muchos de ellos, tanto espartanos como de los tespieos, que lucharon hasta el final. Y es justo que se les mencione, pues hasta el siglo XX, los soldados de Tespias nunca tuvieron ningún monumento que recordara que los Trescientos no cayeron solos.

Resistencia final. Fuente:Web de la Cultura

Sin embargo, es poco conocido el hecho de que, de los espartanos, no formaron los Trescientos. Faltaron tres. El primero de ellos se llamaba Pántitas. Leónidas lo había enviado de mensajero a Tesalia, y regresó al día siguiente de la batalla, para encontrar a todos sus compañeros muertos. No pudo soportar la vergüenza y el dolor, y se ahorcó.

Otros dos hombres se quedaron en el campamento y no formaron aquella última vez con Leónidas. Ambos por el mismo motivo: una grave oftalmía (conjuntivitis) que no les permitía ver. Sin embargo, uno de ellos, Eúrito, no bien Leónidas entró en combate, pidió a su esclavo que lo llevara de la mano hasta los combates, lo orientara correctamente y le indicara cuándo podía correr para cargar con el enemigo. Así lo hizo, y tanto su hilota como él murieron en la batalla.

                Sólo quedó uno: Aristodemo. De él dice Herodoto que le faltó el valor, y que en lugar de buscar la muerte, se retiró y llegó a Esparta. Mas la vergüenza acompañó el resto de sus días. Viviría despojado de sus derechos, como un mendigo, hasta que el destino lo pondría en otro punto de esta historia. Un momento crítico.  Pero eso lo contaremos más adelante.

                En cuanto a Jerjes, se dijo que buscó el cuerpo de Leónidas y cortó su cabeza, algo que era contrario a las costumbres persas, y que con ello ofendió a su dios. Pero por fin pudieron entrar en Grecia, atravesar Beocia, entrar en el Ática y asaltar Atenas y su acrópolis.

Pero esa historia ha de ser contada otro día.

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